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EL VERMUT DE KIKO AMAT #10 - (CARLOS PARDO)

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Carlos Pardo, escritor y poeta madrileño, benjamín de la rocanrolera familia Pardo (Sex Museum), me caía gordo, y yo también a él. Pero ya no es así, no sufran. Creo que aquello sucedió porque en el 2007 yo era asaz imbécil, y sospecho que él también lo era una miaja. Nos presentó mi amiga Paz (que había sido su novia, tiempo atrás) y al instante nos enzarzamos en una pelea de gallitos criptodandis, un pique dialéctico de pimpollos competitivos, ni me acuerdo a santo de qué. Pero pueden figurárselo (alguna bobada). Discutimos con ferocidad sobre libros, discos y subculturas, y cuando dos horas después llegué a casa (habiendo rechazado de forma inaudita una raya de speed que parecía un brazo de gitano) le dije a mi mujer:

- Creo que nunca en mi vida había estado en desacuerdo con alguien de una manera tan absoluta.

Solo que no lo dije así. Debí decir “menudo gilipollas” o algo igualmente profundo. No importa. Casi había olvidado todo esto, siete años después, hasta que Carlos me lo recuerda a media entrevista:

- Nos caímos fatal, ¿verdad?

Y confirma que a la sazón él también se dijo “menudo gilipollas”, y luego me cuenta algo hilarante. Resulta que aquella noche él no rechazó su oronda fila de speed y, tras llegar a casa de Paz medio loco e insomne, se puso a leer una de mis primeras novelas con el miserable fin de encontrarle mil faltas y defectos. Para su infinito enojo, el libro le gustó. ¡Chúpate esa, Pardo!

En todo caso, estamos a la par, Carlos y yo, porque a mí me ha chiflado su segunda novela, la autobiográfica El viaje a pie de Johann Sebastian (Periférica). Mi cita con él es en el bar de la Filmoteca barcelonesa. Noviembre templado del 2014. Llueve a cántaros y huele a cemento musgoso. Él lleva las pintas de alguien en quien puedes adivinar un pasado pop, pero jamás podrías reducirlo a una prenda. Es solo... El aire general. Despeinado, patilludo, enjuto, con la mirada triste, los dientes desordenados y pantalones granate, me recuerda a uno de esos músicos de la Costa Oeste que dejaron de emperifollarse a lo Carnaby Street y empezaron a vestir de cualquier manera. Como Love o Moby Grape. Y Carlos es listo. Más que el hambre. A lo largo de mi vida he conversado con algunas de las mentes menos privilegiadas de mi generación, pero Carlos sí es lumbrera verificable. Como comprobarán en la divertida y opípara charla que sigue.

Suelo empezar mis entrevistas con preguntas sobre familia y bagaje, pues suelo desconocerlo y siento genuina curiosidad, pero en tu caso se me antoja redundante. Tras leer tu novela siento que conozco bien a los Pardo.
Mi percepción de la familia es que yo me crié con mis hermanos mayores, más que con mis padres. A mi padre no lo vi nunca durante la infancia, porque trabajaba fuera y demás, y mi madre era como la mano ejecutora y el orden de la casa. Era una persona rigurosa. Mis hermanos, según modelos burgueses, eran probablemente el último escalafón: los más ridículos y más pringaos. No habían estudiado, se habían dedicado a la música, llevaban pantalones de cuadritos a principios de los ochenta...



Cuando te zurraban por la calle por llevarlos.
Exacto. Y mi padre les decía: “¡Vais vestidos como payasos!”. Eso era antes de que se distinguiera lo de que la tela príncipe de gales era elegante. La formación fue de familia urbana, con madre de pueblo y padre ingeniero, hijo de una familia militar, y con aires de... Más que de señorito, de emprendedor en la España tecnocrática de los sesenta. Una familia bastante ruinosa. Urbana, porque vivimos en Madrid y también en Barcelona (dos de mis hermanos nacieron allí). Una familia que se daba bastante pisto, y que tenía una conciencia muy alta de sí misma, casi con una perspectiva aristocrática.

Pero venida a menos. Como los hidalgos castellanos muertos de hambre que llevaban el palillo en la boca para simular que acababan de comer.
Sí. Sin un duro. El dinero se gastaba para aparentar. Sobre todo por rollos paternos, porque él estaba montando empresas de electrónica. Mi padre empezó a ganar dinero cuando se acababa de separar de mi madre y se fue de casa. La historia de mi familia es un declive importante. Mientras los familiares y tíos y sobrinos iban progresando y conseguían grandes trabajos, lo mío era deterioro, disgregación y todo tipo de ruina.

Tus hermanos tampoco se forraron con lo de la música, precisamente.
Alguien dijo que todo el mundo en mi familia quería ser artista. No es eso. Todo el mundo quería ser original, con un criterio estadístico imposible: no todo el mundo puede serlo. Y la otra cosa es dedicarte a las artes en un país condenado al sector servicios, que es lo que nos sucede aquí. Se habla de los grandes talentos universitarios que se han ido a vivir fuera, pero también hay un mal (que yo he pillado de lleno, habiendo nacido en 1975) que implica que si quieres ser artista, tendrás que vivir de camarero o pinchadiscos o en una tienda de ropa. Mis hermanos trabajaron siempre así, de mensajeros y eso, y yo lo mismo. Mi top laboral ha sido ser librero, que es la forma más refinada de ser tendero.

Pero tú eres el único Pardo que cursó estudios universitarios, al menos.
Fernando también. Pero todos hemos tenido los clásicos problemas universitarios de dejarlo y volver a empezar varias veces. Juan creo que también se metió en una carrera para mayores de 25 años, pero era el más politizado de todos nosotros y lo mandó a la mierda enseguida. Porque aquello era injusto, y él tenía unos criterios fuertes de justicia. Se fue desarraigando voluntariamente.

La relación fraternal está muy bien explicada en el libro. De niño, tus hermanos mayores debían parecerte semidioses aparecidos de entre las nubes, ¿no?
Mis hermanos mayores eran la figura paterna por excelencia, sí. Sobre todo Fernando. No es que luego se me cayesen del pedestal, pero sí fui considerándolos con una perspectiva más realista. Manteniendo el mismo cariño. Y la misma admiración, pero ya no admiración hacia una figura ideal, sino a una figura trágica. Que además se comparte con muchos otros españoles. Mis hermanos al principio me parecían geniales e ideales, y yo quería compartirlo con la gente de mi colegio. Pero la gente de mi colegio era bastante pija, de una clase superior a la mía, pues mi padre estaba obligado a pagarme los estudios en un colegio privado de La Moraleja. Yo vivía una vida de pijo que te cagas, pero sin un duro. Y con esa idealización familiar que no se podía compartir con nadie. “Sí, mira, mi hermano es de puta madre, se parece a Paul Weller”. Y les enseñabas una foto y te decían (cara de decepción): “Vaya panda” (ríe).

No me extraña. El look mod de los ochenta era bastante agitanado.
Sí (sonríe). Y además, muy de barrio. Solo podían vestir bien los que iban a Londres porque tenían dinero. La corriente mod era más subversiva que la visión idealizada del dandi de ahora, y no tenía nada que ver con la versión moderna del hipster. Era una cosa muy callejera, y con conciencia social bastante clara. Y era cutre. Vestir de dandi mod era cutre, por definición.

Me identifico mucho con tu descripción del “anacronismo beligerante” de Fernando en la época. Aquella visión bélica de la subcultura. No recuerdo la militancia mod en absoluto como algo cómodo, sino como una puta faena y que, encima, solo te reportaba (como te sucedió a ti) ostracismo y rechazo.
No tenía estatus alguno. Eras el pringao. Y el que estaba chocando diariamente con la realidad. Sufrías marginación, y a ratos también idealización por parte de los guays. Porque tú nunca eras el guay. Eso sí, eras admirado por los que querían ser guays de alguna forma, quizás como en Sensación de Vivir. Si tocaban la guitarra se tenían que juntar con el que tocaba la guitarra porque tenía conocimientos musicales: ese era yo. O de repente patinar, que era una cosa de barrio en Madrid, de repente se volvió muy pija. Eso nos fue bien, porque todos en mi familia patinábamos. En el fondo yo eso lo veía como una constante de mi vida, y luego me he dado cuenta de que era la constante de mucha otra gente que ha vivido en el desarraigo y anglosajonización positiva, y esa constante era ser la figura molona de la periferia. Ser molón para algunos de tu colegio, pero nada molón para las tías.

Nosotros llegamos perfectamente tarde a eso de que los mods se consideraran cool, como si se tratase de una antesala a lo hipster.
Ya. Eso está bien, porque si te aceptan luego puedes darte el gustazo de mandarles a la mierda. En lo hipster está muy metido el estatus económico. En el mod dandi cochambroso de antes el estatus de clase no tenía nada que ver. Mis hermanos, que por su rollo dandi ya eran fans de la ropa Hugo Boss antes que nadie, y que encima tenían esa fascinación por los uniformes de la IIª Guerra Mundial, por mi sexto cumpleaños me disfrazaron de Hitler (ríe). Para el carnaval. Hubo una bronca tremenda en el colegio, pero para mis hermanos era una actitud de dandis, y yo lo vi como una consecuencia lógica de su amor por la ropa.

El axioma simplificado es: los hipsters son ricos que van de pobres, y los mods eran pobres que iban de ricos.
Completamente. Ambas comparten una parte ridícula, pero luego en lo mod entra el mito de la autenticidad, que comparte con todas las culturas de los setenta y ochenta. La autenticidad entonces existía y existía lo comunitario, como puede existir hoy sentido de comunidad en los canis, por ejemplo (aunque por otros lados son terroríficos). Lo hipster es lo contrario que lo auténtico: son posmodernos, y para gente de tu edad y la mía... Somos demasiado jóvenes para ser auténticos, y demasiado mayores para ser hipsters. Vivimos en terreno resbaladizo.

 

Y en encrucijada perpetua. Los hipsters me parecen unos pijos banales y estultos, pero su opuesto, la idealización salvaje y falsa del Volk, del pueblo llano y noble, me recuerda a ciertas cosas terribles del pasado alemán reciente.
Claro. La mistificación de lo cani es terrorífica. Yo creo que funciona de manera abstracta para alguien que cree aún que puede aplicarse una idea de pueblo básica, de lo popular... Lo identitario es muy complicado. Incluso lo comunitario puede ser una cárcel. Cuando hay un grupo fuerte así, se idealizan sus rasgos. Pero, ¿idealizas a los canis pero no a los skinheads? Los canis son fascistas en muchos sentidos, y en muchos otros no. Es una cosa compleja. Yo trabajo en Sevilla Este, en Polígono Sur, en diferentes sitios donde unos son más canis, otros menos, otros pertenecen a grupos comunitarios más cerrados (gitanos, por ejemplo) y te aseguro que no hay nada que en estos momentos se pueda catalogar como “popular” en España. Todo está roto, roto de verdad, excepto con grupos de raíces como los gitanos. Alguien decía que los gitanos son la pervivencia del medievalismo, el mito de una estructura comunitaria fuerte dentro de la modernidad. Pero muchos canis son terribles: son machistas, son violentos, y a la vez dan ternura y cariño, y son gente sin expectativas sociales. La mistificación de lo cani desde el punto de vista anti-hipster suele venir de gente que ha sido muy guay durante un tiempo y que de repente se siente obligada a hacer una crítica de todo su pasado.

La viejísima culpabilidad pequeño-burguesa.
Yo creo que eso es prácticamente igual que el compromiso político en los años sesenta, cuando algún elemento de la alta burguesía (como retrataba Marsé) quería desclasarse y codearse con el proletariado. Es muy parecido. Y para hacer esa crítica del pueblo, si te vas a Vázquez-Montalbán en Los mares del sur, por ejemplo, cuando hace una deconstrucción de lo popular donde aparece ya lo americano luchando allí, ya le ves bastante pesimista respecto a lo social. Y eso puede aplicarse a la España de hoy, completamente.

En tu libro se habla mucho de dandismo. El dandismo suele retratarse mucho más heroico de lo que a menudo es. Tú, en cambio, lo pintas con su parte justa de superficialidad y tontuna. Yo a muchos dandis del pasado los veo como pisaverdes perfumados, básicamente risibles y muy superficiales.
Eso que dices yo me lo creía a pies juntillas (sonríe). Para mí los santos laicos eran los dandis. Esas figuras que subvertían la razón utilitaria. Y también me dedicaba a escribir poesía, que está contaminada de todos esos tópicos sobre lo especial, lo que va contra lo económico y lo pragmático... El perfecto no hacer nada. El Viva la bagatela. El Viva los gestos inútiles: como fumar, por ejemplo. Y eso es una cosa que con el tiempo te vas diciendo: qué coñazo. Hace falta una inmersión en lo popular roto y en la burricie. Pero esas contradicciones ya estaban en los dandis. Son gestos un poco heroicos fruto de una mala asimilación de la modernidad, o la individuación en un momento de modernidad en que se rompe la identidad. Los dandis son la avanzadilla de todos los juegos con la identidad, y de todas las desmitificaciones de lo evidente, de la construcción del sujeto. Hay muchas cosas que se pueden reivindicar todavía de lo dandi, desde una lectura política, pero otras son repelentes. Sobre todo las que tienen que ver con el vestir. Son, como dices, de lechuguinos y pisaverdes. Y no hay por donde cogerlas. Es un problema, porque la gente suele admirar la distinción del perdedor que hay en lo dandi, como en la película esa de Torrentino, La Gran Belleza. Todo el mundo está con lo de que es un gran personaje, un decadente, cuando en realidad es un viejo pesado y triste que se construye una leyenda personal eterna. Eso me gusta y me disgusta. El gran efectismo de la decadencia alargada. En el libro digo que está bien visto que el dandi caiga desde las alturas de la clase social más alta, pero no que el tío caiga desde un tonel, desde el chapoteo más básico, porque entonces ni hay historia ni hay tragedia. Con lo dandi se tiende a confundir el protagonismo de un dandi que juega a desclasarse por arriba y por abajo con la figura del aristócrata venido a menos. Que es algo que a todo el mundo le atrae.

Agradezco no haberte conocido a los dieciséis. Porque una de las cosas que más me gustan del libro es cómo te ríes de toda esa afectación adolescente y de tus “aires de importancia”. Hablar de “misticismo e utopía” en BUP debió ocasionarte más de un manteo.
Sin ninguna duda. Yo era un pringao. Yo he sido incapaz de disfrutar de la vida hasta que no cumplí 28 años. Y eso que había sido “guay” para los estándares sociales de una parte del underground. De haber sido mod adolescente hasta haber sido pinchadiscos con veintiún años en un sitio donde podía ligar y aprovecharme de todas las oportunidades... Pero era un infeliz. Yo tenía complejo de Rilke, que era casi un asceta, y lo he pasado muy mal. Aunque tenía su gracia. Porque eso a la vez (lo de la defensa del anacronismo) me ha dado una conexión con el mundo histórico, más allá de la actualidad, que me ha venido bien. Por un lado. Por otro me ha hecho un pringao, y un infeliz. Hasta los 28, que se me empezó a quitar, cuando conocí a mi mujer, María Jesús, y me lo quitó a hostias.

 

El vigoroso collejeo por parte de la esposa de uno ayuda, sin duda.
Sí. Cuanto más años cumplo más feliz soy. Porque más tonto y desgraciado que fui de los dieciséis a los veintiuno, cuando podría haberme hinchado de todo... Bueno, de drogas sí me hinchaba. Eso ya lo contaba en mi primera novela, que algunos definieron como “novela de drogas”. No era así, las drogas son solo una parte normal del crecimiento de cualquier ciudadano. Y las drogas me hicieron mucho bien en muchos aspectos, sobretodo para las uniones comunitarias. Más que las drogas que tomaba cuando era mod (y uno empieza a drogarse muy pronto, cuando es mod) me refiero al momento discotequero de raves y tal a los veintitantos, cuando las drogas me dieron verdadera felicidad. Fue la primera vez que sentí algo parecido a una idea de pueblo, de comunidad, y todo el mundo me caía bien. Está feo decirlo, pero yo he aprendido mucho del éxtasis para quitarme tonterías. Pero eso no implica que en los momentos lúcidos, y sobrio, no me castigase. Me castigaba, y bastante. Yo trabajaba los fines de semana como pinchadiscos (época que no narro aquí, por fortuna) y entre semana tenía una disciplina firme de lecturas y de escritura, porque no tenía trabajo, vivía solo de pinchar. Pero lo mío era la poesía (pone cara de falsa afectación). La alta cultura. Y lo pasaba muy mal, me sentía muy culpable.

Supongo que para ti lo de sumergirte en la alta cultura fue un recurso adolescente para reclamar individualidad. Para distinguirte del resto de ñus con revistas de motociclismo y discos vacíos.
Sí. Por herencia anacrónica, lo de la literatura me debió dar una sensación de tranquilidad y falta de competitividad, y además me conectaba con el tiempo. Son dos factores: primero cumple la función que señalabas, de romper la dictadura de la actualidad. La gente te dice que tienes que escuchar a Mecano, pero tú te pones a leer a Espronceda o a Garcilaso o a Alfonso de Valdés, y lees textos donde de repente estás en otro mundo y concibes las cosas de otra manera. Por muy poco que te enteres, te das cuenta de que en la cotidianidad hay algo que tú no percibes. Empiezas a huir de esa cadena de actualidad. Al principio lo percibes como una oposición, pero luego es algo que ya se queda ahí. Y si a eso le unes que la literatura es el refugio de cualquier espíritu romántico dandi adolescente, pues imagina. Yo leí Eugenio Oneguin de Pushkin con dieciséis años, y me volvió loco. Era lo que yo identificaba como mi vida: vivía en un barrio muy gris y prosaico, estaba gordito, era bastante feo, no me comía un rosco... En el rollo mod ya era guay, pero aquello duraba solo un día, cuando me iba de viaje a una concentración y me liaba con una tía mayor que yo. En el colegio volvía al choque con las bellezas pijas de mi clase y mi incapacidad para vivir la realidad.

Lo de ser el raro del instituto parece guay, pero era un contrato bastante oneroso. Era pura automarginación.
Sí, pero yo no era el raro del instituto. Yo sentía atracción por los raros, pero me mantenía en un lugar... Yo era más bien el bufón. Desarrollé desde pequeño una especie del humor cruel -quizás esta sea mi vinculación inicial con la poesía- que se traducía en rimas para humillar a la gente en el autobús del colegio. Había uno que era muy simpático y muy buena persona, pero muy gordo, que se llamaba Valentín, y cada vez que pasábamos por delante de la discoteca Macumba yo soltaba: “Cuando Valentín entra a Macumba, se derrumba”. Incluso estéticamente yo parecía un bufón, con los pantalones a cuadros y eso. Los raros de verdad solían ser jevis, o lectores de cómics, o tipos con un rico mundo interior (que en realidad era apestoso).

A mí me sucedió lo mismo. De niño agucé la imaginación y la comicidad por pura autodefensa. Para no ser aplastado como una cucaracha. Era mi única forma de ganar el respeto de los brutos o los populares.
Claro. Yo iba a un colegio de pijos, vivía en un barrio de incipiente clase media de pueblo recién llegada a Madrid, pero rodeado de trabajadores duros y chabolas. La primera vez que monté en la bici que me acababan de regalar, me la robaron. Mi madre insistió que se la dejara a un niño que me la había pedido. No volví a tener bici hasta los doce años (ríe).

Eso te pasa por hacerle caso a tu madre.
Aquel era un mundo hostil. Una clase social a la que no querías pertenecer, porque era demasiado baja y prosaica, y por otro lado una clase superior a la que tampoco querías pertenecer porque te parecía superficial y pija. Y eso te hace desarrollar el ingenio. Porque si no, te matan.

Hay un momento que me emociona de la novela, precisamente cuando el protagonista (tú mismo) derriba esos muros de aislamiento y se pone a bailar como un cafre con el resto de la gente en la discoteca. “Juntos comenzamos esa humilde transformación donde lo tópico se hace humano y merece la pena vivirlo”.
Sí. La culpa es del anhelo de autenticidad que tenemos. Intelectualmente lo hemos superado, ya no queremos ser auténticos, tú y yo queremos ser personas normales, aunque es muy difícil que uno pueda responder a esa normalidad si no está borracho. Pero es el camino. Y escribir una autobiografía es un poco lo mismo. Lo que quieres es ser aceptado como uno más, como un tío normal, vulgar, que puede bailar Zapato Veloz en una feria. Bueno, Zapato Veloz no, porque ya casi tiene un punto vintage (ríe) y es lo popular de lo popular. Yo tengo muchas dificultades para integrarme, y eso que me considero un hortera. Soy más hortera por mi necesidad de distinción que por todo lo que me iguala a los demás.

Es una tragedia de primer orden, esta incapacidad que tenemos para desmontar la armadura. Yo no sé de dónde me viene esa mierda. Bueno, sí: de la autodefensa, ya lo dije.
Y como nosotros hay mucha gente. Ni siquiera somos originales. Y cuando conoces a alguien que es como tú, y reconoces de inmediato la mediocridad de la distinción, lo vulgar que es creerte distinguido, de repente te cae fatal. Y no solo por pura competencia de originalidad, sino porque te está señalando tus carencias.


 

El fragmento sobre Johann Sebastian Bach que incrustas en mitad de tu novela parece resultar del miedo a desnudarse. Como si hubieses visto que acababas de mostrar todas tus faltas y te hiciese falta un pequeño taparrabos abstracto. Para cambiar de tema, vaya.
Uno puede querer teorizar sobre la novela, pero lo peor que se puede hacer es teorizar dentro de la novela, explicándola y eso. Lo mejor es meter un cuerpo extraño que rompa la linealidad del discurso y te obligue a replantearte la lectura. Así ya no estás teorizando tú, sino el lector. Le obligas a repensar el libro.

O a saltarse el fragmento.
Claro. O a saltárselo. Lo de Bach lo pensé a la vez que la trama. Era un relato que le contaba yo a mi padre. El narratario (por decirlo de forma pedante) era mi padre enfermo. Por un lado ese relato me hace repensar históricamente el resto de la novela, metiendo cosas que son casi afines al resto de la novela, pero no es tan tópico como una alegoría. Lo de Bach se parece al resto pero choca. Eso me interesaba. Y también me interesaba meter un remanso antes de la gran implosión familiar. Como construcción musical me apetecía meter el, ejem, adaggio (carcajada). Porque está tan cargada la tensión familiar que necesito meter algo en ese punto. Que se piense en otra cosa, porque lo que va a venir es: a saco.

Creo que el remanso lo debías necesitar tú, mayormente, después de haber confesado todo el berenjenal.
Tal vez. Pero pensé en quitarlo y la novela perdía. También pensé que, por pura rutina de lectura, sin ella te leerías la novela demasiado rápido. La última parte se comprende mejor si has parado. La parte de Bach empieza muy lírica, pero también se va desvirtuando.

Que tras el descanso va a doler menos, quieres decir.
No, va a doler igual. Pero has bajado la guardia. Y me gusta esa desintegración, la idea de Bach como anticuado, un barroco en un mundo científico. Y también es un homenaje a la novela romántica del principios del XIX. Es el choque de tres tiempos que a la vez conforman esa ida de olla estética, el nacimiento de la estética adolescente, que sufren los protagonistas de la novela. Y a la vez la orfandad de Bach. Todas esas secuencias no hacen una novela fragmentaria, sino que son líneas, líneas que no pueden llegar a tocarse. Pero lo bueno de los libros es que uno puede hacer lo que quiera con ellos. Puedes saltártelo. Otra cosa: lo de hablar de la música en la novela es algo que me gusta, demasiado incluso, pero a la vez me disgusta porque no quiero ser un escritor pop. Así que lo de Bach era una forma, idealizada a través de la ficción, de hablar de esos temas y de ese amor por lo idealista y estético que late en el gusto por la música, la literatura, el dandismo. Incluso para hablar de la vida musical de mis hermanos. Pero poniéndolo en cuarentena. Sin idealizarlo.

Me gusta cuando dices que los discos no van a salvarnos. Ni la identificación subcultural. Nada de esa mierda que nos hace “especiales”.
No. Al igual que tú, creo que no se puede hablar de esas cosas directamente, buscando la identificación con las referencias de la novela. Pienso a menudo en cómo tratar la música. Porque yo hablo de los discos y los dejo allí, como si eso no fuese lo importante, y desde luego sin buscar la identificación del lector. Se trata de romper esa identificación con un cliché, que hace que exista una comunidad a través del consumo. Hay que romper con esa idea de comunidad a través del consumo, de lazos que existen porque nos gustan los mismos discos, bla bla. Ese intercambio de cromos es horrible, y patético. Me gusta hablar de ello como fenómeno, sin decir lo que es. Es una de las posibles maneras de hablar de ello. Yo no lo hago así, pero Peter Handke habla de un concierto al que acude, y tiene un momento clave, el “lento regreso”, que puede ser Van Morrison o Bruce Springsteen o George Thorogood, y sin embargo él no lo dice, y al no decirlo lo tiene que describir. Y al describirlo lo acerca y comparte.

Karl Ove Knausgard se ha metido en un buen fregado al hablar con esa candidez y honestidad terrible de su propia familia. ¿Temes que te suceda lo mismo?
Knausgard me gusta porque es un antiguo. Es un puritano protestante, y la autobiografía es propia de los países protestantes, porque el individuo se tiene que convertir en emprendedor. En España la autobiografía triunfa cuando fracasa la comunidad, y llega un estado superior, y todo el mundo tiene que defenderse por si mismo. La autobiografía es el vínculo que les queda a los individuos aislados en una sociedad donde se ha impuesto el sálvese quien pueda, tan propio de las sociedades protestantes. Vía americana o no-americana. Y Knausgard hace lo que sus maestros. Porque la autobiografía tiene algo de religioso, por la parte de la confesión. Como decía Nietschze, construirse como individuo parte de que la sociedad te ha considerado culpable y tú te tienes que defender y dar cuenta de ti mismo. La autobiografía parte de eso. De la religión como cosa que religa, como comunidad.

Tiene que existir un compromiso férreo con la verdad, cuanto menos.
Hay un compromiso con la verdad, pero no es la verdad abstracta, sino la construcción de verdad. A la vez, la verdad no existe más que como ejercicio de ficción. No creo que Knausgard se crea tanto su verdad. Yo pensé en los criterios religiosos de la autobiografía, pero como una religión de las circunstancias. No me he convertido en un tontaina religioso, pero lo único que considero sagrado son las circunstancias. Lo que sucede. No hay nada más sagrado que lo que sucede. Que los hechos. Quería escribir pensando como Chateaubriand, que quería sus Memorias de ultratumba publicadas cuando hubiera muerto. Hay que escribir autobiografía como si todo el mundo hubiese muerto, incluyendo al narrador, porque nadie puede quedar mejor que otro. Uno se inventa la comunidad, al otro, al que le escucha cuando escribe, y te das cuenta de que en una autobiografía puedes meter elementos de ficción. Porque a la vez lo que estás narrando es real, de alguna manera. Con Vida de Pablo dije que los personajes eran reales pero los hechos eran ficticios. Me inventaba situaciones que luego mis amigos decían recordar. Porque era verosímil. Lo que me interesa de la autobiografía es que te obliga a leer y a distinguir de manera crítica entre ficción y realidad. Y de hecho la parte de Bach quizás sea la única historia verídica del libro, pues funciona como ficción dentro de un libro autobiográfico y realista, pero a la vez Bach es una persona que existió, según el consenso social. Que yo haya existido, o que lo que cuente sea verdad, se puede poner en tela de juicio. Mis hermanos pueden dudar (y dudan) de que lo que cuento sea verdad, pero Bach sí realizó ese viaje a pie. Lo sabemos porque existen actas judiciales al respecto. Al final, los teóricos más pesados de la autobiografía la definen como algo que se puede demostrar judicialmente. Pero es una imposibilidad total, porque el derecho es a su vez un género de ficción donde se busca el consenso y el acuerdo legal.



Tim O’Brien lo explica muy bien, hablando de Vietnam. Él decía en Las cosas que llevaban que “una cosa puede suceder y ser una completa mentira. Y otra cosa puede no haber sucedido y ser más verdadera que la verdad”. Uno sublima una verdad más auténtica que la de los datos o las acciones.
Por supuesto. En mi libro hay conversaciones con mis hermanos que son ficticias. Una conversación en un desguace que aparece en mi libro es un híbrido entre cosas reales y cosas ficticias, metidas en la boca de una chica joven que nunca existió... O una cena con mi hermano Juan y mi padre, ya gagá, yendo a comer ajoarriero a un restaurante conquense. Lo que cuento nunca pasó, pero lo que cuento es identificable como Juan. Eso es Juan. Y si él lo leyese, diría que se acuerda.

Creo que eso es la prerrogativa principal para los que queremos explicar algo REAL. Contar la esencia verdadera de lo que fue, no lo que sucedió al pie de la letra.
Claro. Todo son ejercicios de verosimilitud. Lo que pasa es que la verosimilitud ha caído en desgracia y parece que ahora solo se puede contar lo veraz. Pero la verdad es una ficción. Es lo que Roland Barthes llamaba el “efecto de realidad”. ¿Qué hay que meter en el libro para que de ese efecto de realidad, y haga que la literatura siga siendo problemática, y no sea algo aceptado como un simulacro o algo que te evade? Estos juegos funcionan. Luego está, como decías antes, cómo afecta a tu vida íntima lo de que te arrogues el derecho de escribir sobre tu familia e involucrarles en tus propios traumas. Sin que ellos lo hayan comido ni bebido, y encima dando tu opinión. Quedando tú fatal, pero ellos quedando también en una situación expuesta.

Esa es una duda moral de lo más legítima.
Es una duda moral tremenda, que uno se justifica a sí mismo con películas de Woody Allen (sonríe). Pero no deja de ser una tragedia. Ahí es donde entra la parte religiosa. Porque hay que tener fe, aunque sea una fe en el marxismo dialéctico (ríe), en que hay que reivindicar la realidad. Porque si la literatura quiere ser útil en un sentido profundo (no para enriquecerte ni como panfleto), si tiene que construir verdad debe poner todo esto en juego. Y tiene que defender las circunstancias y lo verdadero. Y a mí me ha ocasionado un pequeño cisma familiar. No es fácil. Uno toma partido como narrador, pero creo que ni a mis hermanos ni a mi padre los he dejado tan mal.

Estoy contigo, pero alguien podría poner en duda que decir ciertas verdades sea necesario. ¿No odias la figura del hippie que siempre dice “verdades”? Como dicen en Downton Abbey: “¿Por qué siempre tienes que decir lo que piensas? Ninguno de nosotros lo hace”. O algo así.
(Ríe). Es verdad. Como el que dice: “yo digo la verdad, y eres un hijo de puta”. Coño, pues dime otra verdad. Di una verdad en la que me pueda sentir algo más cómodo, en la que pueda vivir. “No, yo es que soy muy bruto, soy de Toledo y pienso que eres un hijo de perra” (ríe). Vale. Pero otra cosa es que tú concibas que hay libros de memorias o de diarios que te conectan con el mundo en un sentido histórico, y te han dado esas pequeñas verdades que te permiten vivir, y pienses que hay una fractura en este mundo que a ti te toca continuar. Y que tienes que decir: va por ahí. Yo amo a los personajes de mi libro (porque los vivo como personajes, no como personas), y el que peor queda soy yo.

Si hay un solo requisito en esto es ponerte mal a ti mismo. Es lo que legitima el texto. Que te coloques en el peor atolladero.
Claro. Yo no pongo a parir a nadie. No tengo ánimo revanchista, ni familiar ni de ningún tipo. Es un análisis de dónde surgen las voces que se atreven a definirse como criterios. Tengo que ser dueño de mi vida en un mundo donde me están intentando colar una serie de modelos de cómo se tiene que vivir. Y según esa perspectiva, esa es mi vida. Y luego resulta que esa perspectiva la compartes con otros individuos. Y con esos individuos formáis algo parecido a un pueblo, o a una fuerza política. Si hay una visión política en esto es ser lo suficientemente sincero para decir todas esas verdades que no te dejan en buen lugar. Y que pueden resultar un análisis crítico de lo que es la construcción de la individualidad en estos momentos liberales baratillos de emprendimiento post-transición. Es necesario. La manera de afrontar eso a través de la literatura muchas veces ha sido muy poco arriesgada, ya que ha funcionado como simulacro. “Vamos a crear una metáfora para definir esto”. Mira, déjate de metáforas, no te vayas a la alegoría, di lo que tienes que decir. Si lo que tienes que decir es una metáfora, adelante. Pero si lo que tienes que decir se puede explicar en tres frases, y puedes asumir que lo dices tú, que eres una persona expuesta a crítica, tienes que asumirlo. Porque la literatura no es algo sagrado. Se basa en ese choque con la realidad.

Los que tenemos un punto melodramático debemos aprender que fustigarte por tus malas acciones no implica que seas el peor bastardo del planeta. Porque entonces construyes una parte épica de las malas acciones que sin querer es puro ego. En realidad eres más mediocre que ese supervillano que te has inventado.
En este libro he conseguido mantener eso a raya. He conseguido no creerme bueno ni malo. Los escritores que más admiro no quieren posar de malditos ni de benditos. Como V.S. Naipaul. Si mi hermano Fernando, músico en Sex Museum, en algún momento escribiese una autobiografía, su punto de vista sería muy crítico y muy divertido y muy cabrón, pero a la vez sería un gran libro (ríe). Y sería útil más allá de la literatura.

Tú eres poeta. Yo no escondo una cierta alergia a la poesía. Siempre que veo rapsodas recitando pienso en aquel fragmento del Hermanos de sangre de Ingvar Ambjornsen: “Lo que necesitaba Cecilie Kornes no eran aplausos y aprobación, lo que necesitaba era un público que, con amabilidad y firmeza, le quitara su libro de poemas y la acunara lentamente hasta dormirla (...) Alguien que la sostuviera y le acariciara amablemente la cabeza, cada vez que la atacara su necesidad de declamar una nueva dosis de chorradas”.
(Carcajada) Mi visión es también bastante hostil. A mí siempre me ha interesado lo autobiográfico     -que es como una obsesión- la novela, la poesía... Pero la poesía la vivo en crisis perpetua. Dirigí un festival de poesía durante bastantes años y lo pasaba fatal y odiaba a todo el mundo. Y mis poetas favoritos eran los que sabían llegar al hotel. Ángel González, por ejemplo, porque el tío, mayor y digno con su poesía, iba al hotel pasito a pasito y no molestaba a nadie (ríe). Y si fallaba otro poeta, iba y lo sustituía. Por un lado me encanta la poesía, y por el otro... A ver cómo digo esto, porque los poetas tienen muy mal perder y siempre que critico la poesía me dicen que soy un pringao, y un enchufado, y que si saqué dinero de no se qué. Los poetas lo pasan fatal porque solo manejan capital simbólico (no dinero), y ese capital te vuelve más avaricioso que el anillo de Sauron. Dicho esto, gran parte de la poesía que leo es una mierda, y luego hay una parte que me encanta. Existe una tendencia a lo cursi, a lo que los poetas anglosajones llaman la “falacia patética”, que campa a sus anchas. Y alguien te dirá (afecta acento francés) “mi cogasón es un pájago libgue que vuela...”. Mecagüen la leche. A mí me gusta muchísimo Baudelaire, Kavafis, Rilke, Ann Carson, pero con el tiempo me he vuelto más exigente con ese tipo de cosas.


Fotografia de portada: Lluís Huedo
Text:Kiko Amat
Correcció: Raquel Molina

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