
Tal vez no hablé mucho de ello, pero es que no me dejaron. Mentiré si es necesario, de Daniel Ausente (Barcelona, 1966), fue uno de mis libros favoritos de 2014, y sin embargo no logré incrustarlo a fuerza de labia en ninguno de los medios donde colaboro. Tal vez fuese su carácter subterráneo: Ausente es uno de los sabios de lo borderline, monarca de las fronteras de la subcultura, especialista en género y pulp y terror y cine basuresco y más aún. Su trabajo, como el de El topo (me refiero al supervillano), se realiza en el subsuelo, siempre: por obligación y vocación, quizás incluso por autodefensa. Hay una razón para el under que inaugura la palabra underground: algunas labores solo pueden realizarse bajo tierra, a escondidas del Mundo Serio y la Cultura Adulta. Ausente siempre ha operado en esas cotas, por debajo del nivel del mar y las leyes de los hombres, y su dedicación se ha trasformado en novelas pulp, blogs de fan loco y ensayos sobre superioridad racial (de negros). Y un montículo notable de artículos especializados para Mondo Brutto, Rockdelux, 2000 Maníacos, Tentacles o El Butano Popular.
El Butano Popular (El butano a secas para los amigos) es quien ha tenido los santos bemoles de publicar Mentiré si es necesario, el libro que Tiene Todo Lo Que Me Chifla a Mí: autobiografía romántica pero honesta, lenguaje elástico y zumbón (nada cursi, pero nada zafio), un estilo violento y duro pero emocionante a la vez que compasivo, crónica en primera persona, un camionazo de nostalgia bien entendida y mirar-p’atrás-con-melancolía útil, una porrada de historia familiar/infantil tirando a extravagante, afiliación friki pero rock’n’roll a espuertas, extrarradio 80’s barcelonés (lo que Ausente llama, clavándola mucho, “Gótico Llobregat”), subcultura que te pasas, masculinidad angustiada y dolor de hombre, caídos y redenciones, también iluminaciones, ritos de pasaje y narcóticos a tutiplén. Y una ristra de párrafos y frases tan memorables que sé a ciencia cierta que voy a acabar recitándolos en bares, cuando ya no haya lugar y los amigos se miren fuertemente los zapatos.
Y aquí estamos, hoy, Ausente y yo. Estuvimos juntos en los mismos lugares otras veces, en los ochenta y noventa, pero nunca saludándonos (nadie había tenido el detalle de presentarnos, aunque ambos luciésemos espléndidas camisas de amebas). Esta vez sí lo haremos. Saludarnos y felicitarnos, entrar a La Plata y pedir quintos y pez frito. Y hablar por los codos.
De nuevo, y como me sucedió con Carlos Pardo, iba a preguntarte primero sobre tu familia, pero tras leer Mentiré si es necesario siento como si os conociera de toda la vida.
Mi abuelo materno era de Lleida, de un pueblo de los Pirineos. Vino a vivir a casa de una tía suya en Barcelona, y se metió en el negocio del cine. Empieza en una productora, una distribuidora, y gana dinero. Cuando yo era niño, en aquella casa había pasta. Luego se arruinaron. Cuando me preguntan de qué clase social soy no sé muy bien qué contestar, porque está claro que había dinero pero fue menguando con los años. Por añadidura, mi madre se había separado de mi padre (creo que fueron de los primeros en hacerlo cuando se aprobó la nueva ley) y jamás quiso ir a vivir con mi abuelo Joan. Mi padre era de Sant Gervasi, de barrio. Mi abuela paterna tenía un kiosco, una librería, pero eran de clase trabajadora. Se llama Fernández, pese a ser de Sant Gervasi, porque mi abuela se había vuelto a casar. Se casó cuatro veces.
Para la época, eso os convertía en una familia muy moderna.
Y eso sin contar el hijo ilegítimo que hay por ahí [ríe]. En mi clase fui el primer niño de padres divorciados, pero a mí me encantaba porque recibía dos pagas en lugar de una. Yo fui 14 años a un cole de curas, hasta COU, y había un cura que era guay, pero que (por culpa de los aspavientos de cariño que realizaba mi madre cuando venía a buscarme) me trataba como a un niño mimado. Hasta que se enteró de que era hijo de separados. Entonces dijo en clase que “había gente que te creías que llevaban una vida fácil, pero en realidad vivían una vida muy dura”. Eso iba por mí.
Tu abuelo Joan es el co-starring indiscutible de Mentiré si es necesario. Ese “empresario de centro-derecha, catalanista moderado, machista y profundamente anticlerical”. Pero caradura y descacharrante.
Sí. Era bueno y también chungo. Él era de la República porque estaba aquí, en Catalunya. Nunca fue al frente. Él lo que hacía era recorrer los pueblos con documentales propagandísticos: llegaba con su camión, montaba el tinglado y les pasaba Alas rojas sobre Aragón, Desembarco antifascista en Las Baleares, y cosas así. Pero a él los comunistas y anarquistas no le hacían ninguna gracia. Y como luego se convirtió en empresario, cuando le empezaron a salir sindicalistas en el negocio (tras la llegada de la democracia) le gustó más bien poco. Él fue pujolista convencido, votó a CiU desde el inicio de la democracia.
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Es una figura muy de aquí, el avi Joan. De derechas y putero, se mofa de los curas todo el día, “de orden” pero desconfía de policías y militares...
Era anticlerical total. Y a Franco le despreciaba. Pero eran los curas a quienes les dedicaba los peores insultos. Y a la Guardia Civil. Se pasaba el día riéndose de ellos. Lo hacía medio en privado, pero cada vez que pasábamos en coche cerca de la Benemérita les hacía el saludo militar, que ellos siempre le devolvían. Luego se cachondeaba de que se hubiesen cuadrado, confundiéndole con un mando.
Era bastante fan de los “potorros”. Con perdón.
Le gustaban mucho las mujeres, sí. Y el bebercio. Lo segundo le salió peor, porque uno de sus hijos era alcohólico. Una persona muy lista, por cierto. El tío Pipa. Juan, Juanito para nosotros. En mi casa no se hacían muchas distinciones entre catalán y español, se hablaba indistintamente, nada de “el catalán en la cocina”, etcétera. Luego, cuando mis tíos empezaron a tener novias de Sant Boi, ya empezaron a hablar más en castellano.
Las comidas familiares en esa casa eran un despiporre, según cuentas.
Eran divertidísimas. En algún momento, alguien le debió decir a mi abuelo, en plan secreto, que el Rondel era en realidad Codorniu, y desde entonces siempre bebimos Rondel. Yo bebía. Como en esas imágenes de anuncios antiguos de cerveza donde salen niños bebiendo, amorrados a la Xibeca [ríe]. A mí siempre me pusieron champán, desde los diez años. Y recuerdo toda la familia en la mesa: mi madre, mis dos tíos, mi padre (pre-separación), mi abuelo, los dos niños, y después ya fueron viniendo las novias que fue teniendo mi abuelo. La brasileña aquella también.
Tu padre era otro figura...
“El Johnny”. Ni siquiera le he cambiado el nombre. Estuvo en un grupo de los sesenta, Los Pumas, fundó pafetos, y en los 70’s hacía algo para RCA, como una especie de asesor de promoción. Le usaban de consultor a veces, sobre canciones que se querían sacar en single. Ocasionalmente el single no venía de fuera ya marcado, sino que la canción se decidía aquí, pensando en el mercado español. Mi padre era nacido en Tarragona, el segundo hijo de mi abuela paterna y de su segundo marido. De aquel hombre solo conservo el apellido Fernández, que luzco con orgullo [sonríe]. El Johnny era un chaval de barrio, como te decía. Mi abuela, pese a tener un par de negocios, era muy tacaña, así que mi padre se crió sin estudios, prácticamente en la calle. Bastante crápula. En algún momento conoció a mi madre, que era una niña bien de familia con pasta, y como mi padre tocaba la guitarra en un grupo, la engatusó. Por desgracia, mi madre tiró todos los carteles de Los Pumas cuando ellos dos se divorciaron. Mi padre estuvo en la segunda formación, cuando se marchó un cantante-guitarrista. Existe un single de la banda, pero mi padre no toca en él. Dos de ellos, por cierto, hicieron un grupo que adquirió cierta notoriedad, Santa Bárbara. Mi padre dejó su carrera musical, así, y cuando su suegro abrió sus discotecas en Sant Boi, mi padre se convirtió en el DJ oficial de Casablanca y El Gater, en 1971-73. Era jodido, porque mi padre era muy simpático y tal, pero por las mañanas de sábado él llegaba a las seis o así, y se tenía que guardar un silencio sepulcral en mi casa durante medio domingo. Lo que mi madre hacía era agarrarme y llevarme a comer a casa del abuelo. Yo eso lo pienso mucho hoy, cuando mis hijos no parecen tener el mismo respeto al silencio que tenía yo entonces [ríe]. Aquello era sagrado. Si despertábamos a mi padre nos la cargábamos todos; mi madre, mi hermano y yo. Ahora mis hijos hacen todo el barullo que quieren, y cuando les meto bronca pasan de mí.
Es curioso pensar que, en nuestras infancias, en las mesas con adultos se hablaba de temas adultos, y los niños cerraban la boca. Lo comentas en tu libro. Uno escuchaba todo aquello y aprendía o no, pero el tema no era negociable.
La comida era sagrada, en mi casa. Podías estar haciendo lo que quisieras, pero tenías que sentarte a la mesa y esperar a que todo terminase. Yo quería ir a leer tebeos de una vez, pero estaba prohibidísimo. Ni siquiera se cogía el teléfono cuando sonaba. Y aquellas conversaciones... Parece imposible ahora, pero mi abuelo hablaba libremente, como si no estuviésemos allí delante. Decían auténticas barbaridades, insultaban a todo Dios, se cagaban en el resto de la familia, decían guarradas... Cuando hoy en día a mí se me escapa alguna burrada en una comida con niños y alguien me lo afea, siempre les digo: “calla, calla, que esto es bueno”. Que aprendan. Traicionaría mis orígenes si hiciese lo contrario. Aprendí mucho en aquella mesa familiar.
Tu familia es harto peculiar, de acuerdo, pero las familias de entonces tendían a ser así.
Es verdad. En casa de mi abuelo tenían criada. De hecho, la primera criada que tuvimos, una argentina de veintipico años que venía de haber trabajado en casa de un amigo, se folló a mi abuelo y casi seguro que a mi padre también. Ella fue la madre del hijo ilegítimo de mi abuelo. Es una historia terrible. El niño tenía un retraso mental, ella se fue a Argentina pero luego regresó, luego se hizo puta, un movidón... Ella esperaba casarse con mi abuelo, pero él pasó, porque sus hijos se le echaron encima. Era una cultura súper-machista, aquella. Las siguientes mujeres de servicio, extrañamente, ya fueron todo señoras mayores [ríe]. Algunas con una mala leche impresionante. Mi madre se ocupó de ello.
La nostalgia estéril es terrible, y desde luego uno nunca querría quedarse a vivir allí, pero la extraña melancolía por esos tiempos me parece un sentimiento muy potente.
Por supuesto. Empecemos con lo de que habían dos canales de televisión. Tu entretenimiento estaba muy limitado. Hoy puedes escoger entre muchas cosas, o escoger directamente no ver ninguna y no pasa nada, pero entonces todo giraba en torno a aquello. Veías "Orzowei", y todo el mundo lo había visto contigo. Todo el mundo. Un sábado por la tarde vi una película de una vampira del espacio -luego me he enterado de que era "Queen of Blood", de 1966, donde salía Dennis Hopper- y pasé un miedo espantoso. Luego, al hacerme mayor, he descubierto a bastantes personas que quedaron impactados por lo mismo, el mismo día y a la misma hora. Era una cultura muy compartida, y recordarla está bien.
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La gente que lleva camisetas de Naranjito da una cierta penita, pero es inevitable concluir que haber nacido en los primeros 70 nos hizo de un modo. En el libro reflexionas sobre la figura del solar omnipresente.
Yo siempre jugaba en obras. Cuando mis padres se separaron, mi padre nos llevaba a veranear a Sitges y... Bueno, en realidad no nos “llevaba”. Nos dejaba a mi madre y los dos niños allí, y a él no le volvíamos a ver hasta al cabo de dos meses [sonríe]. Pasaba el verano en la ciudad, durmiendo con otras mujeres. Cuando se separaron, en todo caso, mi padre decidió comprar una casa en Sitges, en una urbanización que estaba aún a medio construir. Uno de mis mejores recuerdos es estar ahí jugando a polis y ladrones en una obra gigante, corriendo al lado de los socavones enormes. En aquella época las obras estaban siempre abiertas. Nadie pensaba que pudiesen representar un peligro.
A la gente se le olvida la cantidad de mierda que había por todas partes en los años 70. Hablas del búnker donde jugabais: “mierdas secas, papeles viejos, latas, desperdicios y algún que otro condón usado de cuya utilidad aún no tenemos ni idea”.
Exacto. Mis hijos ya no tendrán una “cabaña”, algo tan mítico que incluso Bart Simpson tiene una. La cabaña estaba en sitios no construidos donde ahora se levantan apartamentos. La cabaña siempre era un árbol donde alguien había dejado un sofá al lado, y estaba siempre rodeado de hojas amarillentas de revistas porno. No hay duda: la gente se iba a hacer pajas allí [carcajada]. Es así. Te pajeabas alejado de la gente, en aquella época. No solo ya no existen las cabañas, sino que nadie se hace pajas de ese modo. Ni con revistas.
¿Quién compra ahora el Penthouse? Siguen estando en los kioscos. Seguro que tienes alguna teoría sobre esa rara longevidad.
Mayores de setenta años. También sobrevive el mito de que las revistas como Playboy llevan buenos artículos. Claro, entonces eran traducciones de Hunter S. Thompson o Norman Mailer. Ahora no pondría la mano en el fuego. Luego empezaron las primeras desviaciones: Tacones Altos. Edad Lega. Recuerda toda la época de porno en VHS en los videoclubs. La gente se volvía loca. Mi única preocupación cuando mis hijos empiecen a mirar porno en internet será que entren con el Control-Alt para evitar que se filtren virus y cookies. Por lo demás: mirarán porno. Es que es lo normal si eres adolescente. A mí es que me criaron de un modo muy particular. A partir del 77, mis padres o mi abuelo me llevaban al cine diesen lo que diesen, porque era el negocio familiar, y muchas veces vi películas clasificadas “S”. A los catorce me llevaron a ver "Emmanuelle", porque era la que programaban aquel día. Imagina: yo iba al colegio de curas, pero luego me llevaban a ver películas eróticas. Aquello me creó algunos conflictos mentales que creo que han sido buenos; en cuanto a cuestionarte las cosas, quiero decir.
Mis padres me llevaron a ver "La batalla de Argel" de Pontecorvo, creo que por error, cuando yo tenía diez u once años. Tuve pesadillas durante un mes.
Es que se iba al cine “a ver qué echaban”. Se decía así. Podías encontrarte cualquier cosa. Y, tratándose de cine de los 70, lo más posible era que fuese algo bastante bestia.
Eso te dio tu educación. En Mentiré... mencionas algunos de tus maestros cinematográficos de infancia: “Maciste, Manolo la Nuit, Godzilla, Wang Yu, Waldemar Daninsky o Nadiuska. Yo que sé, para qué listar si aquello no tenía guía, criterio o control paterno”.
[Ríe] Y además era una avalancha. Leí mil tebeos, vi mil películas, leí un montón de ciencia ficción, porque mi tío me los iba pasando. En música sucedió igual. Por un lado estaban los discos de mi padre. Esto te encantará: cuando se separaron mis padres, quedó por allí una caja llena de singles. Durante los primeros años no le hice ni caso, pero hacia los 14 empecé a comprar mis primeros discos en single, todo música disco: “Born to be alive” y cosas así... Un día pegué el salto y me compré el primero de Adam & The Ants, no sé bien por qué. En la radio debieron decir que era lo más nuevo. De allí pasé al London Calling, y tal. Ya vi que a mí me iba el rock’n’roll, el punk y la new wave. Y me acordé de la caja de singles de mi padre. Mi madre la sacó de un armario, empecé a mirar: Bowie, Lou Reed, y de golpe me topo con Creedence Clearwater Revival. Había como 15 singlesde ellos. Les eché un vistazo, decidí al instante “estos son jipis”, y los tiré todos a la basura. Por la pinta. Era muy idiota, en aquella época. Pensaba que aquello era lo más progresivo del mundo, por las melenas y eso, y al cabo de seis años estaba borracho y cantándolos a grito pelado en los bares.
Tu educación, que te ha hecho un sabio en subcultura y underground, viene de ser originalmente “un niño raro y gilipollas”, como bien te defines aquí. O sea, un NERD.
Es cierto. Recuerdo traumas de infancia, como cuando llevaba a clase un cómic de La Masa y los que jugaban al fútbol me lo hacían pedazos. Y era un desastre en clase de gimnasia. Tuve suerte de que en mi cole hacían natación, y nadando era bueno. Yo no sé si las clases de gimnasia son aún como eran en la época, pero yo lo recuerdo como algo casi militar. Te ponían la soga aquella y “hala, sube”. Los diez que podían lo hacían y se iban a otra cosa. Yo me quedaba allí, sin poder subir, junto a un tío amargado de 40 tacos en chándal, que era un sargento y que siempre nos humillaba.
Todos los nerds buscamos autodefensas. Aquí dices que tu defensa contra aquello fue convertirte en “el que tenía los cómics”.
No recuerdo el momento exacto, pero pasé de ser el tío a quien tiraban por las escaleras (y me partieron la barbilla, de hecho) a caerles bien a aquellos tíos. Por los cómics. De golpe no pasé a ser el más popular, pero sí me dejaban en paz, me saludaban... Creo que también fue porque mi primera novia fue la hermana mayor de un tío de la clase. Eso impactó mucho en mi colegio. Es extraño, porque en aquella época yo pasaba por mi única época de rata de filmoteca. De hecho, era cuando más nerd fui de toda mi vida. Dejé de lado los tebeos de Sukia para concentrarme en Casavettes o Fassbinder. Me compré el Ulíses de James Joyce. Y aquella chica se tragó el rollo.
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Te hiciste intelectual para follar. Ese quizás sea el único motivo aceptable.
Yo vi que no era muy guapo, era algo gordito, era un desastre, no era nada viril (siempre me he considerado un cobarde, aunque con el tiempo he visto que eso también tenía sus cosas buenas)... Decidí llamar la atención por otras razones. Si no soy el más sano, al menos seré el más listo (aunque a lo mejor no lo era).
Al nerd se le pinta siempre como indefenso y benigno, pero un nerd puede ser asaz cruel. Aquí comentas que te apuntaste al collejeo inclemente de un fulano que era más nerd que tú. “Veníamos de la selva”, afirmas.
Sí. Jugabas a intrigas de palacio, para sobrevivir. Pequeñas tretas. Buscar ser líder sin que se note mucho. A los dieciocho, cuando ya fumo porros y me emborracho, se crea una pandilla muy heterogénea, con su macho alfa y su nerd y todo eso. Yo allí no podía ser el líder, pero sí tenía capacidad de decisión, jugando entre líneas. Yo continué leyendo tebeos y libros cuando todos los demás habían parado de hacerlo. Lo de “Ausente” me viene por todas las veces en que me quedaba pensativo. Pensando en mis tebeos y cosas.
Ganaste un concurso de narrativa juvenil patrocinado por Nocilla. ¡Yo también! Bueno, el mío era de Coca-Cola. Gané el primer premio de redacción, en 1984.
Sí, esto es vocacional. Yo quería seguir con ello y estudiar periodismo, pero ya me pilló la época en que iba mucho de farra y tuve que tomar una decisión. Opté por la farra [ríe]. También escribí una novela, en 6º de EGB, a los doce años. Me la hizo leer el profesor en clase, y yo temí que en el patio me fuesen a mantear, pero sucedió todo lo contrario. Mis compañeros me vinieron a felicitar porque se habían librado de una clase gracias a mí. Era una novela reciclaje de Joyas Literarias Juveniles con algo de Julio Verne y monstruos de Harryhausen. Cuando le dije a mi madre que yo quería ser escritor se echó a reír y me gritó: “¡Poeta!”. Se cachondeaban. Por otra parte, en mi casa se cachondeaban de todo. Era lo normal. En BUP hicimos también una especie de club Lovecraft algo surrealista, y todos escribíamos, y hacíamos cuentos, y fanzines que nunca salían de clase.
En algún momento, esos niños aplicados de EGB nos volvimos monstruos. “Ya no quedaba nada del buen nene que fui”, como dices en Mentiré... Por culpa del rock’n’roll, supongo.
Si nos queda algo de la infancia, especialmente para los que fuimos a colegios de curas, es el arrepentimiento. Aún me sucede ahora. De repente hablo solo (no es que hable mucho solo, ni estoy loco) y hago: “Aiish”. De pura vergüenza y culpa por algo que he hecho.
Los ingleses tienen una palabra para eso: cringe. Es el arrepentimiento mezclado con autoasco y terrible bochorno por alguna acción pasada.
Mi madre me seguía vistiendo de buen nene, pero llegó un momento en que empecé a rechazar todo aquello. En mis fotos de infancia, o voy disfrazado de algo (Beatle, Mexicano...) o voy con la raya aplastada a un lado, pantalones cortos... Las primeras veces en que mi madre se enteró de que yo iba a algún sitio con chicas, a mis trece o catorce, se empeñó en peinarme ella misma. Terrible. Salía de casa con unas pintas... En fin, no me extraña que las chicas no me hiciesen ni caso.
Me encanta que tu entrada a los Sex Pistols venga por mano de tu abuelo, otra vez.
Sí. Yo ya conocía el tema, pero fue él quien me llevó al cine a ver "El gran timo del rock’n’roll" por primera vez. A día de hoy no entiendo muy bien por qué.
¿Por las ocasionales tetas?
No. Yo creo que él quería ver punkis, porque a mi abuelo le gustaba mucho Londres e iba allí a menudo, y debía haber visto a alguno por la calle. O a alguna. Eso debió llamarle la atención. Tampoco es que hubiesen muchas en aquel cine, el Publi, dos o tres punkis a lo sumo. En la primera aparición de Malcolm McLaren, una de las punkis se puso en pie y empezó a escupir a la pantalla y a gritarle: “¡Hijoputa!”. Mi abuelo me puso en las filas de atrás. Recuerdo bien las sesiones punk en el cine Spring, donde de vez en cuando se armaba bronca.
Pasaste tu propia encrucijada mod-punk, ¿verdad?
Yo quería ser de alguna tribu. Al final me volví muy garajero, e iba a todos los conciertos, en KGB y en Communiqué, pues me parecía una solución idónea para no tener que decidir entre mod y punk [sonríe]. Pero al principio, en mi clase habían tres mods: el Zar Alexis, el Luismi (luego en Dr.Calypso) y Roberto Grima (que después sería de Los Negativos). Claro, aquellos tres me explicaban su fin de semana cada lunes. Que sí el Felipe esto, el Ringo nosequé... Al final acabé conociéndome todo el mapa y los personajes de la época. Solo fui a un par de fiestas, vi a Brighton 64 en el Boira, pero en mi cabeza tenía ganas de ser como ellos. Lo que pasaba es que yo los veía muy elegantes, eso para empezar, y por otro lado estaban las hostias. Cuando me decían que habían aparecido los rockers y tal, eso ya me daba más pereza [ríe]. Influyó, en cierto modo, para hacerme cambiar de idea. Además, vi que con el punk podrías vestir como te diese la gana. Por aquel entonces no era un uniforme: americana vieja del padre, cuatro chapas, camiseta pintada y el cabello puntiagudo (lo hacía con cerveza, ahora que me acuerdo). Bailaba pogos y todo eso, pero me lo tomaba con cierta distancia. No me gustaba que me hiciesen daño. Un día estaba en unos futbolines jugando, y se me acercó un punki con cresta que me fue cogiendo de mi solapa todas las chapas, una a una, y luego se marchó. Yo no dije ni mu. Vaya, incluso me fui a casa llorando [ríe]. Tenía 16 años. Yo venía de familia bien, era lector de cómics...
La subcultura de los ochenta era violenta por definición. Al menos todas las que viví yo.
Sí. Por un lado estaban los quinquis. Por otro lado estaba todo lleno de fachas. Un día en una discoteca nos vinieron un montón de fascistas a interrogar. Iban con abrigos largos, como los Madness en la portada del “Baggy trousers”. Yo estaba acojonado. Quinquis por aquí, fachas por allí, y yo que venía de ser rata de Filmo y medio progre intelectual.
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Todos los significantes del débil sacrificable de la manada.
Macho Cero. Por eso no quise firmar por mod o punk. Pensé que añadiría más enemigos potenciales a la lista. No lo veía nada claro. Luego entendí que era una cosa de reírse más los unos de los otros, no de que sucediese nada grave. Yo siempre me cruzaba con un rocker del Eixample que vivía al lado de mi cole, y nos mofábamos el uno del otro. Todo depende de si la gente es guay. Yo me gané el respeto de un quinqui peligroso del barrio dejándole un montón de Víboras y Conan El Bárbaro. El Juanillo. Lo cuento en el libro. Luego se hizo yonqui. Conocí a muchos yonquis. Un colega que se enganchó muchísimo y acabó yéndose a vivir a Londres me localizó en Facebook hace poco y me dijo que se había comprado Mentiré si es necesario. Pensé: “menudo marrón”. Porque yo soy muy cruel conmigo, pero también con todos los que se engancharon, él incluido. Le avisé de ello, y él, tras leérselo, me escribió: “más cruel tendrías que haber sido”. Ahora se lo están leyendo los amigos de farra y, claro, me preguntan si todo lo que escribo es verdad. Por ejemplo, lo del Willy, el que fabricaba speed. Aquí escribo que murió atropellado patinando, porque recuerdo que le gustaba patinar, pero era una licencia poética. En realidad la última vez que lo vi estaba vivo, y hablando solo en el autobús.
Sorprende un poco que, con tus apetitos y teniendo en cuenta el personal que te rodeaba, no acabaras cayendo tú también.
La cobardía jugó un papel fundamental. A otra gente le ha pasado esto. A mí me encantaban los porros y las anfetas, pero ya empezaba a darme cuenta de que los yonquis solo vivían para lo suyo. Claro, yo lo que quería era salir de fiesta, bailar, emborracharme, ver tías... En el momento en que uno de mis amigos se pasaba al otro bando, yo veía que su fiesta era estar tirado en un sofá y vomitar de vez en cuando. Los yonquis vomitan mucho. Y luego estaba el miedo. Un miedo relativo, porque a la que aparecía cualquier pastilla, o mescalina (como hubo después), yo me apuntaba bien rápido. Lo que jode más del rollo yonqui son todas las chicas que cayeron. Guapas, inteligentes, tías que me gustaban mucho, y a quien vi demacrarse poco a poco. La “punki guarra” de la que hablo en Mentiré... se fue a abortar a Londres, y me preguntó si quería que me trajera algunos discos [ríe]. “Ya que voy, aprovecho”. Esta chica acabó fatal, era una amiga de la familia. Muerta y perdida del todo.
Si hay un libro que está clamando por ser escrito es el de la historia del speed. Estaba en la I y II Guerra Mundial, está en el jazz, en todas las subculturas de clase obrera, en el rock’n’roll...
Mi tío me dio una caja de Centraminas una vez que me duró unos tres meses. Me hizo muy feliz. Yo, cuando tomaba anfetamina, me veía capaz de escribir un libro. De cualquier cosa. Mi cabeza iba a mil. Es muy curioso, todo esto. Recuerdo una vez en que entrevisté al dibujante José María Beá, el que hacía Historias en la Taberna Galáctica y todo eso, para Mondo Brutto. Es la entrevista de la que estoy más orgulloso; le dediqué 10 horas de charla, tuve que hacerlo en varios días. Beá me explicó que dibujaba en Selecciones Ilustradas, una agencia que trabajaba para Londres, Alemania, Estados Unidos... Todos ellos tomaban anfetaminas para dibujar. Iban allí, se metían anfetas y dibujaban toda la noche y toda la mañana. A las 12 del mediodía se metían un gin tonic y continuaban dibujando hasta las 23h, que era cuando paraban, se metían otro gin tonic y luego se iban todos de putas. Se iban de putas como se van de putas en el cine. Como un entretenimiento normal entre varones. Tú y yo somos de la primera generación que ya no tuvo lo de ir de putas como un rito social común. Mi padre no me llevó de putas, pero sí me intentó liar con una chavala que se estaba follando él. Suena muy sórdido, ¿no?
Me encanta cómo pintas el paisaje del extrarradio 80’s. El “Gótico Llobregat”. Nuestro ADN compartido. Los cañaverales, el río, el Siouxsie, el rito de ir a Playafels a perder la razón, las peleas, los skins...
La bodega Benita de El Prat... Toda esa época es la más divertida de mi vida, pero también es la que tiene más agujeros negros. Estar bailando, pasándolo bien, y de repente entra un fundido en negro y me levanto en mi casa con los pantalones bajados, lleno de babas e incapaz de recordar nada [carcajada]. Es una tragedia, esto. Haberlo pasado tan bien y solo conservar el 35% de recuerdo. Pienso en Sant Joan Despí, en Cornellà... Mi padre tenía un bar musical en Cornellà, el Johnny’s. Entonces a esos bares musicales se les llamaba pubs, un término que ahora se utiliza solo para los pubs irlandeses. Al principio él ponía solo música latinoamericana. Fue una moda fugaz: María Dolores Pradera, y cosas así. En el sótano pasaba pelis porno, y también había tráfico de VHS grabados. Ya había piratería, entonces. Mi padre tuvo una vida triste, en cierto modo. Era muy peleón. De pegarse. Había participado en batallas campales con otra peña, me lo contaba mi madre a veces. Él contra todos, en una discoteca. Claro, si llevas un pub musical en Sant Joan Despí o Cornellà, tienes que saber imponerte en algún momento. Mi padre era muy macho alfa.
Algo de esa genética habrá llegado a ti, digo yo.
No. Solo la mezquindad, y el saber mover los hilos en la sombra [ríe]. Con los años he ido aprendiendo. Cuando era niño, si me paraba un chungo se lo daba todo: cigarros, lo que fuese. Ahora ya ni me inmuto. Ojalá pudiese viajar al pasado para explicarle a mi Yo de entonces lo de no dejarse atracar. Quedábamos en el Fantástico, de puta madre, yo me bajaba en Drassanes, y me metía en la plaza del Teatro, y aquellos treinta metros hasta que llegaba al bar se me hacían interminables. Pensaba que me mataban. Y cuando llegaba allí y no estaba ninguno de mis amigos... Pero bueno, mi padre: que si tenía que pelear, peleaba. Y tenía un bate de béisbol a la vista de todo el bar. Llegó un momento en que mi padre ya tenía una edad. Quince días antes de morir se metió en una pelea con un tío, y la perdió. A los 53. La primera que había perdido en su vida. Le fui a ver a Sitges, sin saber nada de lo que había pasado, y me lo encontré allí con una sueca [sonríe]. Y él con toda la cara marcada. En quince días me dijeron que había muerto. Derrame cerebral. Claro, yo pensé que había muerto como consecuencia de aquella pelea. Y una amante suya me dijo lo mismo. La sueca no; otra, de Sant Vicenç dels Horts. Ella insistió en que pidiéramos una autopsia, pero cuando la hicieron me confirmaron que no era así. Que no había fallecido por heridas. Todo esto todavía me afecta. Yo soy mucho de explicar, y en mis libros lo cuento todo, incluso en los de fantasía o terror. En Mentiré... le otorgo muchos méritos a mi abuelo, mientras que con mi padre soy algo injusto: le juzgo más duramente. Y eso que el rock’n’roll me viene por parte de padre [ríe].
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¿No te espeluzna imaginar cómo nos verán nuestros hijos? Tú has aprendido a ser objetivo con los defectos de tu padre, y entender cómo era él, y cómo eres tú. En el libro confiesas: “Intento ser un hombre de orden y un digno padre de familia, pero en ocasiones noto el rugido arrebatado del cazador de tornados que soy y recorro Kansas buscando ciclones”.
Mi tío era alcohólico. Mi madre también pasó una época de beber mucho champán y salir mucho de juerga. A mi madre la dejo como una heroína en el libro, porque he decidido tapar lo oscuro, que también existía. Y luego está todo lo de mi padre. Y todas las adicciones. Yo hay domingos por la tarde en que haya bebido unas copas de vino con la familia a la hora de comer, y vuelva a casa y piense: “joder, ahora me bebería doscientas más”. Joder, eso es algo que nunca podré suprimir. Si esa sed es algo que tenía mi padre, y mi tío, ¿lo trasladaré yo a mis hijos? ¿Qué sucederá cuando mi hijo fume porros? Mi madre nunca le afeó nada a mi padre sobre sus vicios. Mi madre incluso tuvo un novio camello. Un señor que nos quería mucho, pero cuyo empleo era ir una vez al mes a Málaga y traer droga. Aquel hombre se instaló en casa porque mi madre necesitaba que hubiese allí alguien con dinero. Era un narcotráfico muy de aquí, nada de negros con pistolas. Era casi un transportista. De allí a aquí. Un camionero de la droga [ríe]. La vendía, y luego se estaba un mes en nuestra casa fumando porros y viendo vídeos. Claro, para mi madre era escoger entre eso, o irse a casa de mi abuelo tirano con su hijo alcohólico. Mi abuelo le insistía mucho a mi madre para que se mudara, pero era porque quería ahorrarse una señora de la limpieza. Y mi madre decía que allí nos íbamos a convertir en lo que se habían convertido sus hermanos. Mi madre quería defendernos. Sus puntos oscuros surgían a menudo al tratar de protegernos. Mi abuelo era muy pintoresco, pero era el puro jefe de los mandriles, con unos cuantos machos a sus órdenes.
Nuestros hijos no tendrán muchas lagunas sobre lo que somos, porque lo estamos dejando todo por escrito. Todo.
Pero toda autobiografía tiene mucha mentira. De ahí mi título. Hay cosas que son verdad, y cosas que no. Hay adornos. En el libro follo más [ríe]. Ya que no conseguí follarme a aquella, al menos me la follo en el libro. Yo ya vi de muy joven que llegaba el momento en que tenía que especializarme. Iba a la disco y no me hacían ni caso. ¿Qué hice para que cayera alguna? Me especialicé en follarme a las hermanas de los colegas. De hecho, mi mujer es una de esas hermanas [ríe].
¿La hermana fea o la hermana cañón?
Había de todo [carcajada]. Feas y guapas. Por alguna razón vi que las hermanas se interesaban por mí. Probablemente, casi todas las hermanas tuvieron un affaire conmigo. Primero era autodefensa, luego profesionalización. ¿Cómo llegué hasta aquí? No lo sé. No sé qué debían pensar ellas. “Mira qué chico más tierno” [ríe]. Quiero creer eso. Que veían lo burros que eran sus hermanos, y que yo quedaba como el ilustrado. Hubo muchas hermanas.
Hemos hablado tanto de biografía familiar que casi ni hemos tocado los temas en los que te especializas: género, cómic, pulp, terror... Me irrita muchísimo que siempre tenga que venir la cultura seria con sus popes a justificar o intelectualizar esos campos, que ya son estupendos.
Hubo un momento en que, claro, yo ya veía todas aquellas películas pero a la vez era rata de Filmoteca. Yo leía cómics desde niño, y en 1986 regresé a los cómics de superhéroes, cuando ya tenía veinte años. Claro, ya no era la edad. No me tocaba. Durante una época renegué mucho de todo eso, y luego volví a ello. Pensé que si me gustaba tanto, tenía que ser bueno. Y empecé a volver a ver pelis malas... Bueno, “malas” no es la palabra. De bajo presupuesto. Pero claro, respecto a lo que dices, hay popes y popes. Se nota mucho cuando uno viene de adentro, de ser fan de verdad, como Jordi Costa, o cuando uno lo intelectualiza desde la distancia. Yo para esto he desarrollado un radar. Claro, por otro lado estamos en un momento misterioso (no es tan misterioso, en realidad), en el que el friki despreciado se transforma en target cultural. El friki ha vencido. Por pura desesperación de Hollywood, o algo así. ¿Qué pelis triunfan? Las de frikis y para frikis. También hay grados de friki, por otro lado. Está el friki puro y duro...
Creo que a nosotros el rock’n’roll y la farra nos sacaron del completo frikismo. Lo hablaba un día con Carlos Pardo, precisamente.
¡Claro! Claro que sí. Es eso.
The Fleshtones + rayas = No puedes quedarte en la habitación llorando porque Mary Jane ha muerto en el último número de Spiderman. Ya estás haciendo la conga calle abajo.
[ríe]. Efectivamente. Luego está toda la rama gótica y heavy metal de lo friki, que a mí no me toca, no estoy emparentado con ella. Lo gótico solo me toca cuando quiere decir “siniestro”. Eso sí: Parálisis, Siouxsie... Eso me encanta. Pero cuando el gótico se mezcla con El señor de los anillos, los elfos... Eso ya no me va. Lo mío es el rock’n’roll.
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Fotografia de portada: Jordi Garrigós
Text:Kiko Amat
Correcció: Pablo Gerschuni
El Butano Popular (El butano a secas para los amigos) es quien ha tenido los santos bemoles de publicar Mentiré si es necesario, el libro que Tiene Todo Lo Que Me Chifla a Mí: autobiografía romántica pero honesta, lenguaje elástico y zumbón (nada cursi, pero nada zafio), un estilo violento y duro pero emocionante a la vez que compasivo, crónica en primera persona, un camionazo de nostalgia bien entendida y mirar-p’atrás-con-melancolía útil, una porrada de historia familiar/infantil tirando a extravagante, afiliación friki pero rock’n’roll a espuertas, extrarradio 80’s barcelonés (lo que Ausente llama, clavándola mucho, “Gótico Llobregat”), subcultura que te pasas, masculinidad angustiada y dolor de hombre, caídos y redenciones, también iluminaciones, ritos de pasaje y narcóticos a tutiplén. Y una ristra de párrafos y frases tan memorables que sé a ciencia cierta que voy a acabar recitándolos en bares, cuando ya no haya lugar y los amigos se miren fuertemente los zapatos.
Y aquí estamos, hoy, Ausente y yo. Estuvimos juntos en los mismos lugares otras veces, en los ochenta y noventa, pero nunca saludándonos (nadie había tenido el detalle de presentarnos, aunque ambos luciésemos espléndidas camisas de amebas). Esta vez sí lo haremos. Saludarnos y felicitarnos, entrar a La Plata y pedir quintos y pez frito. Y hablar por los codos.
De nuevo, y como me sucedió con Carlos Pardo, iba a preguntarte primero sobre tu familia, pero tras leer Mentiré si es necesario siento como si os conociera de toda la vida.
Mi abuelo materno era de Lleida, de un pueblo de los Pirineos. Vino a vivir a casa de una tía suya en Barcelona, y se metió en el negocio del cine. Empieza en una productora, una distribuidora, y gana dinero. Cuando yo era niño, en aquella casa había pasta. Luego se arruinaron. Cuando me preguntan de qué clase social soy no sé muy bien qué contestar, porque está claro que había dinero pero fue menguando con los años. Por añadidura, mi madre se había separado de mi padre (creo que fueron de los primeros en hacerlo cuando se aprobó la nueva ley) y jamás quiso ir a vivir con mi abuelo Joan. Mi padre era de Sant Gervasi, de barrio. Mi abuela paterna tenía un kiosco, una librería, pero eran de clase trabajadora. Se llama Fernández, pese a ser de Sant Gervasi, porque mi abuela se había vuelto a casar. Se casó cuatro veces.
Para la época, eso os convertía en una familia muy moderna.
Y eso sin contar el hijo ilegítimo que hay por ahí [ríe]. En mi clase fui el primer niño de padres divorciados, pero a mí me encantaba porque recibía dos pagas en lugar de una. Yo fui 14 años a un cole de curas, hasta COU, y había un cura que era guay, pero que (por culpa de los aspavientos de cariño que realizaba mi madre cuando venía a buscarme) me trataba como a un niño mimado. Hasta que se enteró de que era hijo de separados. Entonces dijo en clase que “había gente que te creías que llevaban una vida fácil, pero en realidad vivían una vida muy dura”. Eso iba por mí.
Tu abuelo Joan es el co-starring indiscutible de Mentiré si es necesario. Ese “empresario de centro-derecha, catalanista moderado, machista y profundamente anticlerical”. Pero caradura y descacharrante.
Sí. Era bueno y también chungo. Él era de la República porque estaba aquí, en Catalunya. Nunca fue al frente. Él lo que hacía era recorrer los pueblos con documentales propagandísticos: llegaba con su camión, montaba el tinglado y les pasaba Alas rojas sobre Aragón, Desembarco antifascista en Las Baleares, y cosas así. Pero a él los comunistas y anarquistas no le hacían ninguna gracia. Y como luego se convirtió en empresario, cuando le empezaron a salir sindicalistas en el negocio (tras la llegada de la democracia) le gustó más bien poco. Él fue pujolista convencido, votó a CiU desde el inicio de la democracia.

Es una figura muy de aquí, el avi Joan. De derechas y putero, se mofa de los curas todo el día, “de orden” pero desconfía de policías y militares...
Era anticlerical total. Y a Franco le despreciaba. Pero eran los curas a quienes les dedicaba los peores insultos. Y a la Guardia Civil. Se pasaba el día riéndose de ellos. Lo hacía medio en privado, pero cada vez que pasábamos en coche cerca de la Benemérita les hacía el saludo militar, que ellos siempre le devolvían. Luego se cachondeaba de que se hubiesen cuadrado, confundiéndole con un mando.
Era bastante fan de los “potorros”. Con perdón.
Le gustaban mucho las mujeres, sí. Y el bebercio. Lo segundo le salió peor, porque uno de sus hijos era alcohólico. Una persona muy lista, por cierto. El tío Pipa. Juan, Juanito para nosotros. En mi casa no se hacían muchas distinciones entre catalán y español, se hablaba indistintamente, nada de “el catalán en la cocina”, etcétera. Luego, cuando mis tíos empezaron a tener novias de Sant Boi, ya empezaron a hablar más en castellano.
Las comidas familiares en esa casa eran un despiporre, según cuentas.
Eran divertidísimas. En algún momento, alguien le debió decir a mi abuelo, en plan secreto, que el Rondel era en realidad Codorniu, y desde entonces siempre bebimos Rondel. Yo bebía. Como en esas imágenes de anuncios antiguos de cerveza donde salen niños bebiendo, amorrados a la Xibeca [ríe]. A mí siempre me pusieron champán, desde los diez años. Y recuerdo toda la familia en la mesa: mi madre, mis dos tíos, mi padre (pre-separación), mi abuelo, los dos niños, y después ya fueron viniendo las novias que fue teniendo mi abuelo. La brasileña aquella también.
Tu padre era otro figura...
“El Johnny”. Ni siquiera le he cambiado el nombre. Estuvo en un grupo de los sesenta, Los Pumas, fundó pafetos, y en los 70’s hacía algo para RCA, como una especie de asesor de promoción. Le usaban de consultor a veces, sobre canciones que se querían sacar en single. Ocasionalmente el single no venía de fuera ya marcado, sino que la canción se decidía aquí, pensando en el mercado español. Mi padre era nacido en Tarragona, el segundo hijo de mi abuela paterna y de su segundo marido. De aquel hombre solo conservo el apellido Fernández, que luzco con orgullo [sonríe]. El Johnny era un chaval de barrio, como te decía. Mi abuela, pese a tener un par de negocios, era muy tacaña, así que mi padre se crió sin estudios, prácticamente en la calle. Bastante crápula. En algún momento conoció a mi madre, que era una niña bien de familia con pasta, y como mi padre tocaba la guitarra en un grupo, la engatusó. Por desgracia, mi madre tiró todos los carteles de Los Pumas cuando ellos dos se divorciaron. Mi padre estuvo en la segunda formación, cuando se marchó un cantante-guitarrista. Existe un single de la banda, pero mi padre no toca en él. Dos de ellos, por cierto, hicieron un grupo que adquirió cierta notoriedad, Santa Bárbara. Mi padre dejó su carrera musical, así, y cuando su suegro abrió sus discotecas en Sant Boi, mi padre se convirtió en el DJ oficial de Casablanca y El Gater, en 1971-73. Era jodido, porque mi padre era muy simpático y tal, pero por las mañanas de sábado él llegaba a las seis o así, y se tenía que guardar un silencio sepulcral en mi casa durante medio domingo. Lo que mi madre hacía era agarrarme y llevarme a comer a casa del abuelo. Yo eso lo pienso mucho hoy, cuando mis hijos no parecen tener el mismo respeto al silencio que tenía yo entonces [ríe]. Aquello era sagrado. Si despertábamos a mi padre nos la cargábamos todos; mi madre, mi hermano y yo. Ahora mis hijos hacen todo el barullo que quieren, y cuando les meto bronca pasan de mí.
Es curioso pensar que, en nuestras infancias, en las mesas con adultos se hablaba de temas adultos, y los niños cerraban la boca. Lo comentas en tu libro. Uno escuchaba todo aquello y aprendía o no, pero el tema no era negociable.
La comida era sagrada, en mi casa. Podías estar haciendo lo que quisieras, pero tenías que sentarte a la mesa y esperar a que todo terminase. Yo quería ir a leer tebeos de una vez, pero estaba prohibidísimo. Ni siquiera se cogía el teléfono cuando sonaba. Y aquellas conversaciones... Parece imposible ahora, pero mi abuelo hablaba libremente, como si no estuviésemos allí delante. Decían auténticas barbaridades, insultaban a todo Dios, se cagaban en el resto de la familia, decían guarradas... Cuando hoy en día a mí se me escapa alguna burrada en una comida con niños y alguien me lo afea, siempre les digo: “calla, calla, que esto es bueno”. Que aprendan. Traicionaría mis orígenes si hiciese lo contrario. Aprendí mucho en aquella mesa familiar.
Tu familia es harto peculiar, de acuerdo, pero las familias de entonces tendían a ser así.
Es verdad. En casa de mi abuelo tenían criada. De hecho, la primera criada que tuvimos, una argentina de veintipico años que venía de haber trabajado en casa de un amigo, se folló a mi abuelo y casi seguro que a mi padre también. Ella fue la madre del hijo ilegítimo de mi abuelo. Es una historia terrible. El niño tenía un retraso mental, ella se fue a Argentina pero luego regresó, luego se hizo puta, un movidón... Ella esperaba casarse con mi abuelo, pero él pasó, porque sus hijos se le echaron encima. Era una cultura súper-machista, aquella. Las siguientes mujeres de servicio, extrañamente, ya fueron todo señoras mayores [ríe]. Algunas con una mala leche impresionante. Mi madre se ocupó de ello.
La nostalgia estéril es terrible, y desde luego uno nunca querría quedarse a vivir allí, pero la extraña melancolía por esos tiempos me parece un sentimiento muy potente.
Por supuesto. Empecemos con lo de que habían dos canales de televisión. Tu entretenimiento estaba muy limitado. Hoy puedes escoger entre muchas cosas, o escoger directamente no ver ninguna y no pasa nada, pero entonces todo giraba en torno a aquello. Veías "Orzowei", y todo el mundo lo había visto contigo. Todo el mundo. Un sábado por la tarde vi una película de una vampira del espacio -luego me he enterado de que era "Queen of Blood", de 1966, donde salía Dennis Hopper- y pasé un miedo espantoso. Luego, al hacerme mayor, he descubierto a bastantes personas que quedaron impactados por lo mismo, el mismo día y a la misma hora. Era una cultura muy compartida, y recordarla está bien.

La gente que lleva camisetas de Naranjito da una cierta penita, pero es inevitable concluir que haber nacido en los primeros 70 nos hizo de un modo. En el libro reflexionas sobre la figura del solar omnipresente.
Yo siempre jugaba en obras. Cuando mis padres se separaron, mi padre nos llevaba a veranear a Sitges y... Bueno, en realidad no nos “llevaba”. Nos dejaba a mi madre y los dos niños allí, y a él no le volvíamos a ver hasta al cabo de dos meses [sonríe]. Pasaba el verano en la ciudad, durmiendo con otras mujeres. Cuando se separaron, en todo caso, mi padre decidió comprar una casa en Sitges, en una urbanización que estaba aún a medio construir. Uno de mis mejores recuerdos es estar ahí jugando a polis y ladrones en una obra gigante, corriendo al lado de los socavones enormes. En aquella época las obras estaban siempre abiertas. Nadie pensaba que pudiesen representar un peligro.
A la gente se le olvida la cantidad de mierda que había por todas partes en los años 70. Hablas del búnker donde jugabais: “mierdas secas, papeles viejos, latas, desperdicios y algún que otro condón usado de cuya utilidad aún no tenemos ni idea”.
Exacto. Mis hijos ya no tendrán una “cabaña”, algo tan mítico que incluso Bart Simpson tiene una. La cabaña estaba en sitios no construidos donde ahora se levantan apartamentos. La cabaña siempre era un árbol donde alguien había dejado un sofá al lado, y estaba siempre rodeado de hojas amarillentas de revistas porno. No hay duda: la gente se iba a hacer pajas allí [carcajada]. Es así. Te pajeabas alejado de la gente, en aquella época. No solo ya no existen las cabañas, sino que nadie se hace pajas de ese modo. Ni con revistas.
¿Quién compra ahora el Penthouse? Siguen estando en los kioscos. Seguro que tienes alguna teoría sobre esa rara longevidad.
Mayores de setenta años. También sobrevive el mito de que las revistas como Playboy llevan buenos artículos. Claro, entonces eran traducciones de Hunter S. Thompson o Norman Mailer. Ahora no pondría la mano en el fuego. Luego empezaron las primeras desviaciones: Tacones Altos. Edad Lega. Recuerda toda la época de porno en VHS en los videoclubs. La gente se volvía loca. Mi única preocupación cuando mis hijos empiecen a mirar porno en internet será que entren con el Control-Alt para evitar que se filtren virus y cookies. Por lo demás: mirarán porno. Es que es lo normal si eres adolescente. A mí es que me criaron de un modo muy particular. A partir del 77, mis padres o mi abuelo me llevaban al cine diesen lo que diesen, porque era el negocio familiar, y muchas veces vi películas clasificadas “S”. A los catorce me llevaron a ver "Emmanuelle", porque era la que programaban aquel día. Imagina: yo iba al colegio de curas, pero luego me llevaban a ver películas eróticas. Aquello me creó algunos conflictos mentales que creo que han sido buenos; en cuanto a cuestionarte las cosas, quiero decir.
Mis padres me llevaron a ver "La batalla de Argel" de Pontecorvo, creo que por error, cuando yo tenía diez u once años. Tuve pesadillas durante un mes.
Es que se iba al cine “a ver qué echaban”. Se decía así. Podías encontrarte cualquier cosa. Y, tratándose de cine de los 70, lo más posible era que fuese algo bastante bestia.
Eso te dio tu educación. En Mentiré... mencionas algunos de tus maestros cinematográficos de infancia: “Maciste, Manolo la Nuit, Godzilla, Wang Yu, Waldemar Daninsky o Nadiuska. Yo que sé, para qué listar si aquello no tenía guía, criterio o control paterno”.
[Ríe] Y además era una avalancha. Leí mil tebeos, vi mil películas, leí un montón de ciencia ficción, porque mi tío me los iba pasando. En música sucedió igual. Por un lado estaban los discos de mi padre. Esto te encantará: cuando se separaron mis padres, quedó por allí una caja llena de singles. Durante los primeros años no le hice ni caso, pero hacia los 14 empecé a comprar mis primeros discos en single, todo música disco: “Born to be alive” y cosas así... Un día pegué el salto y me compré el primero de Adam & The Ants, no sé bien por qué. En la radio debieron decir que era lo más nuevo. De allí pasé al London Calling, y tal. Ya vi que a mí me iba el rock’n’roll, el punk y la new wave. Y me acordé de la caja de singles de mi padre. Mi madre la sacó de un armario, empecé a mirar: Bowie, Lou Reed, y de golpe me topo con Creedence Clearwater Revival. Había como 15 singlesde ellos. Les eché un vistazo, decidí al instante “estos son jipis”, y los tiré todos a la basura. Por la pinta. Era muy idiota, en aquella época. Pensaba que aquello era lo más progresivo del mundo, por las melenas y eso, y al cabo de seis años estaba borracho y cantándolos a grito pelado en los bares.
Tu educación, que te ha hecho un sabio en subcultura y underground, viene de ser originalmente “un niño raro y gilipollas”, como bien te defines aquí. O sea, un NERD.
Es cierto. Recuerdo traumas de infancia, como cuando llevaba a clase un cómic de La Masa y los que jugaban al fútbol me lo hacían pedazos. Y era un desastre en clase de gimnasia. Tuve suerte de que en mi cole hacían natación, y nadando era bueno. Yo no sé si las clases de gimnasia son aún como eran en la época, pero yo lo recuerdo como algo casi militar. Te ponían la soga aquella y “hala, sube”. Los diez que podían lo hacían y se iban a otra cosa. Yo me quedaba allí, sin poder subir, junto a un tío amargado de 40 tacos en chándal, que era un sargento y que siempre nos humillaba.
Todos los nerds buscamos autodefensas. Aquí dices que tu defensa contra aquello fue convertirte en “el que tenía los cómics”.
No recuerdo el momento exacto, pero pasé de ser el tío a quien tiraban por las escaleras (y me partieron la barbilla, de hecho) a caerles bien a aquellos tíos. Por los cómics. De golpe no pasé a ser el más popular, pero sí me dejaban en paz, me saludaban... Creo que también fue porque mi primera novia fue la hermana mayor de un tío de la clase. Eso impactó mucho en mi colegio. Es extraño, porque en aquella época yo pasaba por mi única época de rata de filmoteca. De hecho, era cuando más nerd fui de toda mi vida. Dejé de lado los tebeos de Sukia para concentrarme en Casavettes o Fassbinder. Me compré el Ulíses de James Joyce. Y aquella chica se tragó el rollo.

Te hiciste intelectual para follar. Ese quizás sea el único motivo aceptable.
Yo vi que no era muy guapo, era algo gordito, era un desastre, no era nada viril (siempre me he considerado un cobarde, aunque con el tiempo he visto que eso también tenía sus cosas buenas)... Decidí llamar la atención por otras razones. Si no soy el más sano, al menos seré el más listo (aunque a lo mejor no lo era).
Al nerd se le pinta siempre como indefenso y benigno, pero un nerd puede ser asaz cruel. Aquí comentas que te apuntaste al collejeo inclemente de un fulano que era más nerd que tú. “Veníamos de la selva”, afirmas.
Sí. Jugabas a intrigas de palacio, para sobrevivir. Pequeñas tretas. Buscar ser líder sin que se note mucho. A los dieciocho, cuando ya fumo porros y me emborracho, se crea una pandilla muy heterogénea, con su macho alfa y su nerd y todo eso. Yo allí no podía ser el líder, pero sí tenía capacidad de decisión, jugando entre líneas. Yo continué leyendo tebeos y libros cuando todos los demás habían parado de hacerlo. Lo de “Ausente” me viene por todas las veces en que me quedaba pensativo. Pensando en mis tebeos y cosas.
Ganaste un concurso de narrativa juvenil patrocinado por Nocilla. ¡Yo también! Bueno, el mío era de Coca-Cola. Gané el primer premio de redacción, en 1984.
Sí, esto es vocacional. Yo quería seguir con ello y estudiar periodismo, pero ya me pilló la época en que iba mucho de farra y tuve que tomar una decisión. Opté por la farra [ríe]. También escribí una novela, en 6º de EGB, a los doce años. Me la hizo leer el profesor en clase, y yo temí que en el patio me fuesen a mantear, pero sucedió todo lo contrario. Mis compañeros me vinieron a felicitar porque se habían librado de una clase gracias a mí. Era una novela reciclaje de Joyas Literarias Juveniles con algo de Julio Verne y monstruos de Harryhausen. Cuando le dije a mi madre que yo quería ser escritor se echó a reír y me gritó: “¡Poeta!”. Se cachondeaban. Por otra parte, en mi casa se cachondeaban de todo. Era lo normal. En BUP hicimos también una especie de club Lovecraft algo surrealista, y todos escribíamos, y hacíamos cuentos, y fanzines que nunca salían de clase.
En algún momento, esos niños aplicados de EGB nos volvimos monstruos. “Ya no quedaba nada del buen nene que fui”, como dices en Mentiré... Por culpa del rock’n’roll, supongo.
Si nos queda algo de la infancia, especialmente para los que fuimos a colegios de curas, es el arrepentimiento. Aún me sucede ahora. De repente hablo solo (no es que hable mucho solo, ni estoy loco) y hago: “Aiish”. De pura vergüenza y culpa por algo que he hecho.
Los ingleses tienen una palabra para eso: cringe. Es el arrepentimiento mezclado con autoasco y terrible bochorno por alguna acción pasada.
Mi madre me seguía vistiendo de buen nene, pero llegó un momento en que empecé a rechazar todo aquello. En mis fotos de infancia, o voy disfrazado de algo (Beatle, Mexicano...) o voy con la raya aplastada a un lado, pantalones cortos... Las primeras veces en que mi madre se enteró de que yo iba a algún sitio con chicas, a mis trece o catorce, se empeñó en peinarme ella misma. Terrible. Salía de casa con unas pintas... En fin, no me extraña que las chicas no me hiciesen ni caso.
Me encanta que tu entrada a los Sex Pistols venga por mano de tu abuelo, otra vez.
Sí. Yo ya conocía el tema, pero fue él quien me llevó al cine a ver "El gran timo del rock’n’roll" por primera vez. A día de hoy no entiendo muy bien por qué.
¿Por las ocasionales tetas?
No. Yo creo que él quería ver punkis, porque a mi abuelo le gustaba mucho Londres e iba allí a menudo, y debía haber visto a alguno por la calle. O a alguna. Eso debió llamarle la atención. Tampoco es que hubiesen muchas en aquel cine, el Publi, dos o tres punkis a lo sumo. En la primera aparición de Malcolm McLaren, una de las punkis se puso en pie y empezó a escupir a la pantalla y a gritarle: “¡Hijoputa!”. Mi abuelo me puso en las filas de atrás. Recuerdo bien las sesiones punk en el cine Spring, donde de vez en cuando se armaba bronca.
Pasaste tu propia encrucijada mod-punk, ¿verdad?
Yo quería ser de alguna tribu. Al final me volví muy garajero, e iba a todos los conciertos, en KGB y en Communiqué, pues me parecía una solución idónea para no tener que decidir entre mod y punk [sonríe]. Pero al principio, en mi clase habían tres mods: el Zar Alexis, el Luismi (luego en Dr.Calypso) y Roberto Grima (que después sería de Los Negativos). Claro, aquellos tres me explicaban su fin de semana cada lunes. Que sí el Felipe esto, el Ringo nosequé... Al final acabé conociéndome todo el mapa y los personajes de la época. Solo fui a un par de fiestas, vi a Brighton 64 en el Boira, pero en mi cabeza tenía ganas de ser como ellos. Lo que pasaba es que yo los veía muy elegantes, eso para empezar, y por otro lado estaban las hostias. Cuando me decían que habían aparecido los rockers y tal, eso ya me daba más pereza [ríe]. Influyó, en cierto modo, para hacerme cambiar de idea. Además, vi que con el punk podrías vestir como te diese la gana. Por aquel entonces no era un uniforme: americana vieja del padre, cuatro chapas, camiseta pintada y el cabello puntiagudo (lo hacía con cerveza, ahora que me acuerdo). Bailaba pogos y todo eso, pero me lo tomaba con cierta distancia. No me gustaba que me hiciesen daño. Un día estaba en unos futbolines jugando, y se me acercó un punki con cresta que me fue cogiendo de mi solapa todas las chapas, una a una, y luego se marchó. Yo no dije ni mu. Vaya, incluso me fui a casa llorando [ríe]. Tenía 16 años. Yo venía de familia bien, era lector de cómics...
La subcultura de los ochenta era violenta por definición. Al menos todas las que viví yo.
Sí. Por un lado estaban los quinquis. Por otro lado estaba todo lleno de fachas. Un día en una discoteca nos vinieron un montón de fascistas a interrogar. Iban con abrigos largos, como los Madness en la portada del “Baggy trousers”. Yo estaba acojonado. Quinquis por aquí, fachas por allí, y yo que venía de ser rata de Filmo y medio progre intelectual.

Todos los significantes del débil sacrificable de la manada.
Macho Cero. Por eso no quise firmar por mod o punk. Pensé que añadiría más enemigos potenciales a la lista. No lo veía nada claro. Luego entendí que era una cosa de reírse más los unos de los otros, no de que sucediese nada grave. Yo siempre me cruzaba con un rocker del Eixample que vivía al lado de mi cole, y nos mofábamos el uno del otro. Todo depende de si la gente es guay. Yo me gané el respeto de un quinqui peligroso del barrio dejándole un montón de Víboras y Conan El Bárbaro. El Juanillo. Lo cuento en el libro. Luego se hizo yonqui. Conocí a muchos yonquis. Un colega que se enganchó muchísimo y acabó yéndose a vivir a Londres me localizó en Facebook hace poco y me dijo que se había comprado Mentiré si es necesario. Pensé: “menudo marrón”. Porque yo soy muy cruel conmigo, pero también con todos los que se engancharon, él incluido. Le avisé de ello, y él, tras leérselo, me escribió: “más cruel tendrías que haber sido”. Ahora se lo están leyendo los amigos de farra y, claro, me preguntan si todo lo que escribo es verdad. Por ejemplo, lo del Willy, el que fabricaba speed. Aquí escribo que murió atropellado patinando, porque recuerdo que le gustaba patinar, pero era una licencia poética. En realidad la última vez que lo vi estaba vivo, y hablando solo en el autobús.
Sorprende un poco que, con tus apetitos y teniendo en cuenta el personal que te rodeaba, no acabaras cayendo tú también.
La cobardía jugó un papel fundamental. A otra gente le ha pasado esto. A mí me encantaban los porros y las anfetas, pero ya empezaba a darme cuenta de que los yonquis solo vivían para lo suyo. Claro, yo lo que quería era salir de fiesta, bailar, emborracharme, ver tías... En el momento en que uno de mis amigos se pasaba al otro bando, yo veía que su fiesta era estar tirado en un sofá y vomitar de vez en cuando. Los yonquis vomitan mucho. Y luego estaba el miedo. Un miedo relativo, porque a la que aparecía cualquier pastilla, o mescalina (como hubo después), yo me apuntaba bien rápido. Lo que jode más del rollo yonqui son todas las chicas que cayeron. Guapas, inteligentes, tías que me gustaban mucho, y a quien vi demacrarse poco a poco. La “punki guarra” de la que hablo en Mentiré... se fue a abortar a Londres, y me preguntó si quería que me trajera algunos discos [ríe]. “Ya que voy, aprovecho”. Esta chica acabó fatal, era una amiga de la familia. Muerta y perdida del todo.
Si hay un libro que está clamando por ser escrito es el de la historia del speed. Estaba en la I y II Guerra Mundial, está en el jazz, en todas las subculturas de clase obrera, en el rock’n’roll...
Mi tío me dio una caja de Centraminas una vez que me duró unos tres meses. Me hizo muy feliz. Yo, cuando tomaba anfetamina, me veía capaz de escribir un libro. De cualquier cosa. Mi cabeza iba a mil. Es muy curioso, todo esto. Recuerdo una vez en que entrevisté al dibujante José María Beá, el que hacía Historias en la Taberna Galáctica y todo eso, para Mondo Brutto. Es la entrevista de la que estoy más orgulloso; le dediqué 10 horas de charla, tuve que hacerlo en varios días. Beá me explicó que dibujaba en Selecciones Ilustradas, una agencia que trabajaba para Londres, Alemania, Estados Unidos... Todos ellos tomaban anfetaminas para dibujar. Iban allí, se metían anfetas y dibujaban toda la noche y toda la mañana. A las 12 del mediodía se metían un gin tonic y continuaban dibujando hasta las 23h, que era cuando paraban, se metían otro gin tonic y luego se iban todos de putas. Se iban de putas como se van de putas en el cine. Como un entretenimiento normal entre varones. Tú y yo somos de la primera generación que ya no tuvo lo de ir de putas como un rito social común. Mi padre no me llevó de putas, pero sí me intentó liar con una chavala que se estaba follando él. Suena muy sórdido, ¿no?
Me encanta cómo pintas el paisaje del extrarradio 80’s. El “Gótico Llobregat”. Nuestro ADN compartido. Los cañaverales, el río, el Siouxsie, el rito de ir a Playafels a perder la razón, las peleas, los skins...
La bodega Benita de El Prat... Toda esa época es la más divertida de mi vida, pero también es la que tiene más agujeros negros. Estar bailando, pasándolo bien, y de repente entra un fundido en negro y me levanto en mi casa con los pantalones bajados, lleno de babas e incapaz de recordar nada [carcajada]. Es una tragedia, esto. Haberlo pasado tan bien y solo conservar el 35% de recuerdo. Pienso en Sant Joan Despí, en Cornellà... Mi padre tenía un bar musical en Cornellà, el Johnny’s. Entonces a esos bares musicales se les llamaba pubs, un término que ahora se utiliza solo para los pubs irlandeses. Al principio él ponía solo música latinoamericana. Fue una moda fugaz: María Dolores Pradera, y cosas así. En el sótano pasaba pelis porno, y también había tráfico de VHS grabados. Ya había piratería, entonces. Mi padre tuvo una vida triste, en cierto modo. Era muy peleón. De pegarse. Había participado en batallas campales con otra peña, me lo contaba mi madre a veces. Él contra todos, en una discoteca. Claro, si llevas un pub musical en Sant Joan Despí o Cornellà, tienes que saber imponerte en algún momento. Mi padre era muy macho alfa.
Algo de esa genética habrá llegado a ti, digo yo.
No. Solo la mezquindad, y el saber mover los hilos en la sombra [ríe]. Con los años he ido aprendiendo. Cuando era niño, si me paraba un chungo se lo daba todo: cigarros, lo que fuese. Ahora ya ni me inmuto. Ojalá pudiese viajar al pasado para explicarle a mi Yo de entonces lo de no dejarse atracar. Quedábamos en el Fantástico, de puta madre, yo me bajaba en Drassanes, y me metía en la plaza del Teatro, y aquellos treinta metros hasta que llegaba al bar se me hacían interminables. Pensaba que me mataban. Y cuando llegaba allí y no estaba ninguno de mis amigos... Pero bueno, mi padre: que si tenía que pelear, peleaba. Y tenía un bate de béisbol a la vista de todo el bar. Llegó un momento en que mi padre ya tenía una edad. Quince días antes de morir se metió en una pelea con un tío, y la perdió. A los 53. La primera que había perdido en su vida. Le fui a ver a Sitges, sin saber nada de lo que había pasado, y me lo encontré allí con una sueca [sonríe]. Y él con toda la cara marcada. En quince días me dijeron que había muerto. Derrame cerebral. Claro, yo pensé que había muerto como consecuencia de aquella pelea. Y una amante suya me dijo lo mismo. La sueca no; otra, de Sant Vicenç dels Horts. Ella insistió en que pidiéramos una autopsia, pero cuando la hicieron me confirmaron que no era así. Que no había fallecido por heridas. Todo esto todavía me afecta. Yo soy mucho de explicar, y en mis libros lo cuento todo, incluso en los de fantasía o terror. En Mentiré... le otorgo muchos méritos a mi abuelo, mientras que con mi padre soy algo injusto: le juzgo más duramente. Y eso que el rock’n’roll me viene por parte de padre [ríe].

¿No te espeluzna imaginar cómo nos verán nuestros hijos? Tú has aprendido a ser objetivo con los defectos de tu padre, y entender cómo era él, y cómo eres tú. En el libro confiesas: “Intento ser un hombre de orden y un digno padre de familia, pero en ocasiones noto el rugido arrebatado del cazador de tornados que soy y recorro Kansas buscando ciclones”.
Mi tío era alcohólico. Mi madre también pasó una época de beber mucho champán y salir mucho de juerga. A mi madre la dejo como una heroína en el libro, porque he decidido tapar lo oscuro, que también existía. Y luego está todo lo de mi padre. Y todas las adicciones. Yo hay domingos por la tarde en que haya bebido unas copas de vino con la familia a la hora de comer, y vuelva a casa y piense: “joder, ahora me bebería doscientas más”. Joder, eso es algo que nunca podré suprimir. Si esa sed es algo que tenía mi padre, y mi tío, ¿lo trasladaré yo a mis hijos? ¿Qué sucederá cuando mi hijo fume porros? Mi madre nunca le afeó nada a mi padre sobre sus vicios. Mi madre incluso tuvo un novio camello. Un señor que nos quería mucho, pero cuyo empleo era ir una vez al mes a Málaga y traer droga. Aquel hombre se instaló en casa porque mi madre necesitaba que hubiese allí alguien con dinero. Era un narcotráfico muy de aquí, nada de negros con pistolas. Era casi un transportista. De allí a aquí. Un camionero de la droga [ríe]. La vendía, y luego se estaba un mes en nuestra casa fumando porros y viendo vídeos. Claro, para mi madre era escoger entre eso, o irse a casa de mi abuelo tirano con su hijo alcohólico. Mi abuelo le insistía mucho a mi madre para que se mudara, pero era porque quería ahorrarse una señora de la limpieza. Y mi madre decía que allí nos íbamos a convertir en lo que se habían convertido sus hermanos. Mi madre quería defendernos. Sus puntos oscuros surgían a menudo al tratar de protegernos. Mi abuelo era muy pintoresco, pero era el puro jefe de los mandriles, con unos cuantos machos a sus órdenes.
Nuestros hijos no tendrán muchas lagunas sobre lo que somos, porque lo estamos dejando todo por escrito. Todo.
Pero toda autobiografía tiene mucha mentira. De ahí mi título. Hay cosas que son verdad, y cosas que no. Hay adornos. En el libro follo más [ríe]. Ya que no conseguí follarme a aquella, al menos me la follo en el libro. Yo ya vi de muy joven que llegaba el momento en que tenía que especializarme. Iba a la disco y no me hacían ni caso. ¿Qué hice para que cayera alguna? Me especialicé en follarme a las hermanas de los colegas. De hecho, mi mujer es una de esas hermanas [ríe].
¿La hermana fea o la hermana cañón?
Había de todo [carcajada]. Feas y guapas. Por alguna razón vi que las hermanas se interesaban por mí. Probablemente, casi todas las hermanas tuvieron un affaire conmigo. Primero era autodefensa, luego profesionalización. ¿Cómo llegué hasta aquí? No lo sé. No sé qué debían pensar ellas. “Mira qué chico más tierno” [ríe]. Quiero creer eso. Que veían lo burros que eran sus hermanos, y que yo quedaba como el ilustrado. Hubo muchas hermanas.
Hemos hablado tanto de biografía familiar que casi ni hemos tocado los temas en los que te especializas: género, cómic, pulp, terror... Me irrita muchísimo que siempre tenga que venir la cultura seria con sus popes a justificar o intelectualizar esos campos, que ya son estupendos.
Hubo un momento en que, claro, yo ya veía todas aquellas películas pero a la vez era rata de Filmoteca. Yo leía cómics desde niño, y en 1986 regresé a los cómics de superhéroes, cuando ya tenía veinte años. Claro, ya no era la edad. No me tocaba. Durante una época renegué mucho de todo eso, y luego volví a ello. Pensé que si me gustaba tanto, tenía que ser bueno. Y empecé a volver a ver pelis malas... Bueno, “malas” no es la palabra. De bajo presupuesto. Pero claro, respecto a lo que dices, hay popes y popes. Se nota mucho cuando uno viene de adentro, de ser fan de verdad, como Jordi Costa, o cuando uno lo intelectualiza desde la distancia. Yo para esto he desarrollado un radar. Claro, por otro lado estamos en un momento misterioso (no es tan misterioso, en realidad), en el que el friki despreciado se transforma en target cultural. El friki ha vencido. Por pura desesperación de Hollywood, o algo así. ¿Qué pelis triunfan? Las de frikis y para frikis. También hay grados de friki, por otro lado. Está el friki puro y duro...
Creo que a nosotros el rock’n’roll y la farra nos sacaron del completo frikismo. Lo hablaba un día con Carlos Pardo, precisamente.
¡Claro! Claro que sí. Es eso.
The Fleshtones + rayas = No puedes quedarte en la habitación llorando porque Mary Jane ha muerto en el último número de Spiderman. Ya estás haciendo la conga calle abajo.
[ríe]. Efectivamente. Luego está toda la rama gótica y heavy metal de lo friki, que a mí no me toca, no estoy emparentado con ella. Lo gótico solo me toca cuando quiere decir “siniestro”. Eso sí: Parálisis, Siouxsie... Eso me encanta. Pero cuando el gótico se mezcla con El señor de los anillos, los elfos... Eso ya no me va. Lo mío es el rock’n’roll.

Fotografia de portada: Jordi Garrigós
Text:Kiko Amat
Correcció: Pablo Gerschuni